PARTE I: LOS DIOSES DE CADA HOMBRE
1.
HAY DIOSES EN TODOS LOS HOMBRES
Este libro trata
de los dioses de cada hombre, de los patrones innatos –o arquetipos– que se
encuentran en lo más profundo de la psique, formando al hombre desde dentro.
Estos dioses son poderosas predisposiciones invisibles que afectan en la
personalidad, en el trabajo y en las relaciones. Los dioses tienen relación con
la intensidad o la distancia emocional, preferencias por la agudeza mental, el
esfuerzo físico o la sensibilidad estética, el anhelo de una unión en éxtasis,
una comprensión panorámica, la noción del tiempo y mucho más. Los distintos
arquetipos son responsables de la diversidad entre los hombres y su complejidad
interior, y tienen mucho que ver con qué facilidad o dificultad los hombres (y
los muchachos) pueden cumplir sus esperanzas y cuál es el precio que han de
pagar por ello sus yoes más profundos y auténticos.
Sentirse auténtico
significa ser libre para desarrollar rasgos y potenciales que son
predisposiciones innatas. Cuando somos aceptados y se nos permite ser
auténticos, es posible tener autoestima y autenticidad a un mismo tiempo. Esto
sólo se llega a desarrollar si las reacciones de las personas que nos importan
nos animan en vez de descorazonarnos, cuando somos espontáneos y sinceros, o
cuando estamos absortos en aquello que nos produce felicidad. Desde la
infancia, en primer lugar nuestra familia y luego nuestra cultura, son los
espejos en donde vemos si somos aceptables o no. Cuando hemos de adaptarnos
para ser aceptables, puede que acabemos llevando una máscara y representando un
papel vacío si el que somos interiormente y lo que se espera que seamos están
muy distanciados.
La
conformidad del lecho de Procusto
La conformidad que
se exige a los hombres en nuestra cultura patriarcal es como la del lecho de
Procusto de la mitología griega. Los viajeros que se dirigían a Atenas eran
colocados en esta cama. Si eran demasiado bajos, se les estiraba hasta que
daban la medida, como en el potro de tortura medieval; si eran demasiado altos,
se les cortaban los pies hasta que encajaban.
Algunos hombres
encajan perfectamente en el lecho de Procusto, al igual que hay hombres cuyo
estereotipo (o las expectativas externas) y arquetipo (o los patrones internos)
se adapta correctamente. El éxito les gusta y se sienten cómodos con él. Sin
embargo, la conformidad con el estereotipo suele ser un proceso agonizante para
un hombre cuyos patrones arquetípicos difieren de lo “que debería ser”. Puede
parecer que encaja, pero lo cierto es que le ha costado un alto precio
representar ese papel, para lo que ha tenido que renunciar a aspectos
importantes de sí mismo. Puede que también haya estirado una faceta de su
personalidad para estar a la altura de las circunstancias, pero le falta
profundidad y complejidad, lo cual hace que su éxito exterior, interiormente no
signifique nada para él.
En esta cultura,
los hombres llevan ventaja y parecen tener los mejores papeles. No cabe duda de
que ostentan los de más poder o mejor remunerados. Sin embargo, muchos hombres
padecen depresión que enmascaran con el alcohol, el trabajo excesivo,
demasiadas horas delante del televisor, todo ello para conseguir
insensibilizarse. Y hay otros muchos que están enojados y resentidos, su
hostilidad y rabia se desencadena por cualquier cosa, desde la forma en que
conduce alguien hasta la irritante conducta de un niño. Su esperanza de vida
tampoco es muy larga. El movimiento feminista expresaba claramente los
problemas que tienen éstas al vivir en un patriarcado, pero, a juzgar por la
cantidad de hombres infelices que hay, parece que vivir en este tipo de
sociedad tampoco es bueno para ellos.
El
mundo interior de los arquetipos
Cuando la vida
carece de sentido y ya nada nos parece nuevo, o cuando nos parece que hay algo
que no funciona en nuestra forma de vida y en lo que estamos haciendo, podemos
ayudarnos siendo conscientes de las discrepancias entre los arquetipos que hay
en nuestro interior y nuestros roles externos. Cuando representas un papel que
está conectado con un arquetipo activo dentro de ti, la profundidad y el
sentido que ese papel tiene para ti generan energía.
Si eres como uno
de estos dioses y te toca realizar el trabajo contrario, tu tarea dejará de ser
un placer absorbente. El trabajo es sólo una fuente de satisfacción cuando
coincide con tu naturaleza y talentos arquetípicos.
Los “dioses” como
arquetipos existen en forma de patrones, reconocidos o no, que rigen las
emociones y la conducta; son poderosas fuerzas que exigen su recompensa.
Conscientemente reconocidos (aunque no necesariamente nombrados) y honrados por
el hombre (o mujer) en el que moran, estos dioses ayudan al hombre a ser él
mismo, motivándole a hacer que su vida tenga más sentido porque lo que hace
está en conexión con la capa arquetípica de su psique. Los dioses rechazados y
negados también tienen influencia, que suele ser perjudicial, puesto que
ejercen una presión reivindicadora sobre el hombre. La identificación
distorsionada también puede dañar, por ejemplo en un hombre que esté
identificado con un dios hasta tal extremo que pierda su propia individualidad
y se vuelva un “poseído”.
¿Qué
es un arquetipo?
C. G. Jung
introdujo el concepto de arquetipo en la psicología. Los arquetipos son
patrones de existencia y de conducta, de percibir y de responder determinados
internamente, preexistentes o latentes. Estos patrones se hallan en un
inconsciente colectivo –esa parte del inconsciente que no es individual, sino
universal y compartido. Estos patrones se pueden describir de manera
personalizada, como dioses y diosas: sus mitos son historias arquetípicas.
Evocan sentimientos e imágenes y tocan temas universales y que forman parte de
la herencia humana. Cuando interpretamos un mito respecto a un dios o captamos
su significado, intelectual o intuitivamente, como algo que influye en nuestra
propia vida, puede tener el mismo impacto de un sueño que nos aclara una
situación, nuestro propio carácter o el de alguien a quien conocemos.
Los dioses como
figuras arquetípicas son como cualquier cosa genérica: describen la estructura
básica de esta parte de un hombre (o de una mujer). Esta estructura básica está
“encarnada” por el hombre individual, cuya exclusividad está formada por la
familia, la clase, la nacionalidad, la religión, las experiencias de la vida y
el tiempo en que vive, su aspecto físico y su inteligencia.
Los mitos griegos
que se remontan a 3.000 años de antigüedad siguen vivos, se explican una y otra
vez, porque los dioses y las diosas nos hablan de las verdades de la naturaleza
humana. Conocer a estos dioses griegos puede ayudar a los hombres a entender
mejor quién o qué está actuando en lo profundo de sus psiques. A su vez, las
mujeres pueden aprender a conocer mejor a los hombres al conocer qué dioses
están actuando en los hombres importantes de sus vidas, al tiempo que pueden
descubrir que un “dios” en particular actúa en su propia psique.
El parecido a
Zeus, por ejemplo, es sorprendentemente obvio en los hombres que pueden ser
despiadados, asumen riesgos a fin de conseguir más poder y riqueza, y que
quieren estar muy visibles cuando hayan alcanzado la posición social deseada.
El águila, que se asocia con Zeus, simboliza las características del arquetipo:
desde su elevada posición goza de una perspectiva general, puede ver el detalle
y tiene la capacidad de actuar rápidamente para atrapar lo que quiere con sus garras.
Hermes, el dios
mensajero, era el comunicador, el embaucador, el guía de los espíritus del
mundo subterráneo, y el dios de las carreteras y fronteras. Al hombre que
encarne este arquetipo le costará asentarse en un lugar, porque responderá a la
atracción de la vía abierta y de la siguiente oportunidad. Al igual que el
azogue o el mercurio (su nombre romano es Mercurio), este hombre se resbala de
entre los dedos de las personas que quieren atraparlo o retenerlo.
Zeus y Hermes son
patrones muy distintos y los hombres que se asemejan a cada uno de estos dioses
difieren entre ellos. Pero dado que todos los arquetipos están potencialmente
presentes en todos los hombres, tanto Zeus como Hermes también pueden estar
activos en el mismo hombre. Con ambos actuando en su interior y de una forma
equilibrada puede que sea capaz de establecerse, lo cual es la prioridad de
Zeus, con la ayuda de las habilidades de comunicación y las ideas innovadoras
de Hermes. O bien se puede encontrar con conflictos psicológicos, oscilando
entre el Zeus que busca poder, que requiere tiempo y compromiso, y el Hermes
que necesita libertad. Éstos son sólo dos de los arquetipos de los dioses que
se valoran positivamente en nuestra cultura patriarcal.
Los dioses que
estaban denigrados también siguen vivos en las psiques de los hombres, como lo
estaban en la mitología griega. Había prejuicios respecto a los mismos como
dioses; la cultura occidental tiene una tendencia similar contra su papel como
arquetipos en la mente humana –la sensualidad y la pasión de Dionisos, el
frenesí de Ares en el campo de batalla que bajo otras circunstancias fácilmente
se hubiera puesto a bailar, la emotividad de Poseidón, la intensa creatividad
introvertida de Hefesto, la introspectiva atención de Hades. Estas tendencias
continuadas afectan a la psicología de los hombres, que puede que repriman
estos aspectos en ellos mismos en un intento de adaptarse a los valores
culturales que recompensan la distancia emocional, la frialdad y la adquisición
de poder.
Ya sea trabajando,
yendo a la guerra o haciendo el amor, cuando actúas como se espera que lo
hagas, sin la inspiración de una fuerza arquetípica, malgastarás demasiada
energía y esfuerzo. Puede que tus esfuerzos tengan sus recompensas, pero no se
satisfarán por completo.
Activar
los dioses
Todos los dioses
son patrones potenciales en las psiques de todos los hombres; sin embargo, en
cada individuo algunos de estos patrones están activados (energizados o
desarrollados) y otros no.
Los arquetipos son
patrones humanos básicos, algunos de los cuales son innatamente más fuertes en
unas personas que en otras. Algunos hombres parecen encarnar un arquetipo en
particular desde el primer día y seguir esa trayectoria durante toda su vida; o
puede que en la mitad de su vida aparezca otro hombre, por ejemplo, si de
pronto se enamora y conoce a Dionisos.
Predisposición
inherente y esperanzas familiares
Los bebés nacen
con ciertos rasgos de la personalidad. La actividad física, la energía y la
actitud difieren de un niño a otro.
Como niño, muchacho
y por último hombre, sus acciones y actitudes que comienzan como
predisposiciones inherentes o patrones arquetípicos son juzgadas y
correspondidas por los demás mediante la aprobación, la ansiedad, el orgullo y
la vergüenza. Las esperanzas de la familia de un niño apoyan ciertos arquetipos
y rechazan otros, y por ende, las cualidades de sus hijos o la naturaleza
propia de uno en concreto.
Con frecuencia, en
las familias hay hijos que no “encajan” en sus esperanzas o estilos. Sean
cuales fueren las esperanzas para él, éstas interactuarán con lo que está
presente arquetípicamente y con lo que se puede modelar.
Si un muchacho o
un hombre intenta cumplir lo que se espera de él a costa de sacrificar su
conexión con su verdadera naturaleza, puede que tenga éxito en el mundo y que
lo encuentre sin sentido para él, o bien fracasar en la vida tras haber
fracasado también en seguir fiel a sus principios.
Por el contrario,
si es aceptado por lo que es, y sin embargo es consciente de que es importante
desarrollar las habilidades sociales o competitivas que va a necesitar,
entonces su adaptación al mundo no será a costa de su autenticidad y
autoestima, sino que éstas le ayudarán a completarla.
Las
personas y los acontecimientos activan a los dioses
Una persona o acontecimiento
puede activar una reacción arquetípica o “típica” de un dios en particular. Las
innumerables circunstancias históricas pueden proporcionar la situación que
active a un dios en una generación de hombres. Por ejemplo, los jóvenes con la
tendencia dionisíaca a buscar la experiencia extática a través de las drogas
psicodélicas de los años sesenta. Muchos se convirtieron en pacientes
psiquiátricos; muchos otros se iluminaron espiritualmente.
“Hacer”
activa a los dioses: no “hacer” los inhibe
Proponerse
objetivos y la claridad de pensamiento son cualidades que se recompensan
culturalmente y que se manifiestan de forma natural en hombres como Apolo, el
arquero, cuyas flechas doradas pueden alcanzar un blanco muy distante. Todos
los demás han de estudiar para adquirir estas habilidades.
En cambio, el
muchacho dionisíaco menosprecia los dones naturales: puede quedarse fácilmente
absorto en el mundo sensorial y quedar totalmente atrapado en el presente
inmediato.
Hay un dicho que
reza “hacer es llegar a ser”, y eso expresa claramente cómo se pueden evocar o
desarrollar los dioses mediante una acción determinada. El asunto suele ser:
“¿te tomarás ese tiempo?”.
Los
dioses y las etapas de la vida
Un hombre
atraviesa por muchas etapas en la vida. Cada etapa tiene su propio dios o
dioses de mayor influencia. Por ejemplo, hasta sus treinta años puede ser una
combinación de Hermes, el dios ocupado con zapatos alados y un Dionisos
buscador del éxtasis. En ese punto llega a una gran encrucijada: la mujer de su
vida le dice que o se compromete con ella o la pierde. Su decisión de aceptar
ese compromiso y ser fiel al mismo –que (aunque resulte sorprendente) es otro
aspecto de Dionisos– le conduce a sellar las alas de Hermes e invocar a su
propio Apolo para salirse adelante en el mundo laboral. En las tres décadas
siguientes puede que otros arquetipos ocupen su lugar. La paternidad y el éxito
pueden constelar a Zeus en él; la muerte de su esposa o descubrir que ha estado
expuesto al sida, pueden desarrollar su Hades.
A veces, los
hombres que se identifican mucho con cierto arquetipo pueden atravesar etapas,
todas ellas correspondientes a aspectos de ese mismo dios.
Favoritismo
patriarcal
El patriarcado
–ese sistema invisible y jerárquico que nos sirve de lecho de Procusto, cuando
refuerza los valores y concede poder– tiene favoritos. Siempre existen
ganadores y perdedores, arquetipos a favor y en contra. A su vez, los hombres
que encarnan a “dioses” concretos son alabados o rechazados.
Los valores
patriarcales que enfatizan la adquisición del poder, del pensamiento racional y
de tener el control son consciente o inconscientemente reforzados por las
madres, los padres, los compañeros, las escuelas y otras instituciones que
recompensan o castigan a los muchachos y a los hombres por su conducta. A
consecuencia de ello, los hombres aprenden a conformarse y a sofocar su
individualidad junto con sus emociones.
Cualquier cosa que
resulte “inaceptable” para los demás o para las reglas de conducta puede
convertirse en una fuente de culpabilidad o de vergüenza para el hombre, de
modo que puede que se encuentre en el lecho de Procusto psicológico. A
continuación viene el “desmembramiento” psicológico, cuando hombres (y mujeres)
se separan o reprimen estos arquetipos o partes de sí mismos que les hacen
sentir inadecuados o avergonzados.
Sin embargo, en la
psique todo aquello que es sesgado o enterrado sigue vivo. Puede pasar a un
plano “subterráneo” y estar alejado del estado consciente durante un tiempo,
pero puede volver a emerger o ser “remembrado” cuando (por primera vez en la
vida o por primera vez desde la infancia) este arquetipo halla aceptación en
una relación o situación. Los hombres que tienen vidas secretas, sentimientos y
acciones inaceptables puede que retengan su existencia en la sombra y las
experimenten subrepticiamente sin que los demás se den cuenta hasta que se
hacen evidentes y se produce el escándalo.
Conocer
a los dioses: darnos poder a nosotros mismos
Conocer a los
dioses es una fuente de poder personal.
Comprender a los
dioses ha de ir a la par con el conocimiento sobre el patriarcado. Ambas son
fuerzas poderosas e invisibles que interactúan afectando a cada hombre
individualmente. El patriarcado amplía la influencia de algunos arquetipos y
reduce la de otros.
El conocimiento
sobre los dioses puede aumentar el conocimiento y la aceptación de sí mismo,
abrir el camino para que los hombres se comuniquen entre sí y dar poder a los
hombres y a muchas mujeres para tomar decisiones que puedan conducir a la
autorrealización y la dicha.
La
nueva teoría y perspectiva psicológica
Al beber de las
fuentes de la mitología y de la teología he descubierto que la actitud
patriarcal de hostilidad hacia los hijos es muy evidente. Esta misma actitud
está también presente en la teoría psicoanalítica.
Describo el efecto
del antagonismo y rechazo paternal de la psicología masculina en el capítulo
dos. Este capítulo incorpora las visiones de la psicoanalista Alice Miller, que
señala que el mito de Edipo comienza con el intento del padre de asesinar a su
hijo. En cualquier familia o cultura en la que los hijos sean vistos como
amenazas para el padre y sean tratados como tales, la psique de un hijo y el
clima cultural se verán negativamente afectados.
En el capítulo
doce especulo sobre la aparición de un nuevo arquetipo masculino, una
posibilidad explicada por la teoría de los campos morfogenéticos de Rupert
Sheldraddke.
2.
PADRES E HIJOS: LOS MITOS NOS HABLAN DEL PATRIARCADO
Para conseguir
conocerse a sí mismo, lo cual confiere poder, un hombre ha de ser consciente de
las influencias sobre sus actitudes y conductas: ha de comprender qué es el
patriarcado y de qué forma influye en sus hijos.
Un buen lugar por
donde empezar la exploración de nuestros propios mitos es Luke Skywalker y su
padre, Darth Vader, de la trilogía La
guerra de las galaxias. Darth Vader, un poderoso padre que intenta destruir
a su hijo, es un tema familiar que se repite desde los tiempos griegos hasta el
presente.
Luke Skywalker
representa el héroe de todo hombre en este momento de la historia. Para ser un
Luke Skywalker, un hombre contemporáneo ha de descubrir lo que a él le sucedió
en el pasado y también a la humanidad. Ha de descubrir su verdadera identidad
en un sentido psicológico y espiritual, aliarse con su hermana (como una
feminidad poderosa, una posibilidad interna y externa) y unirse a hombres y
otras criaturas afines a él en su lucha contra el poder destructor. Sólo el
hijo (al no volverse como su padre y sucumbir al miedo y al poder) puede
liberar al padre amoroso que durante tanto tiempo estuvo encerrado dentro de
Darth Vader.
La enorme y
amenazadora figura de Darth Vader con su máscara de metal negra es una imagen
del hombre cuya búsqueda para conseguir y ostentar poder y prestigio se ha
convertido en su misma vida y le ha costado sus características humanas. Darth
Vader es una imagen del lado oscuro del patriarcado.
El rostro original
de Darth Vader se oculta bajo una máscara de metal que le sirve de identidad,
armadura y defensa de su vida. No se la puede sacar, porque está tan
deteriorado que sin ella moriría –una buena metáfora para los hombres que se
identifican con sus personas, las
máscaras o rostros que llevan en el mundo. A falta de una vida personal que les
llene, son mantenidos por sus personas
y posiciones. Puesto que carecen de vínculos emocionales y están
sentimentalmente vacíos, puede que no sobrevivan a una pérdida de poder y de
posición importante.
Darth Vader es una
figura paterna arquetípica de la misma tradición que los dioses griegos padres
celestiales. Urano, Cronos y en un menor grado Zeus fueron hostiles con sus
hijos, especialmente contra los varones, que temían que pudieran arrebatarles
su autoridad. Luke Skywalker, el hijo, es el protagonista en el viaje de un
héroe, otro arquetipo.
La teoría
psicológica de Jung ofrece la clave para comprender la razón por la que los
mitos tienen tanto poder para habitar en nuestra imaginación: tanto si somos
conscientes de ellos como si no, los mitos viven en y por nosotros.
Las historias
mitológicas son como yacimientos arqueológicos que nos revelan la historia
cultural.
Pienso en la
mitología griega como un tiempo que equivalía a la infancia de nuestra
civilización. Al igual que las historias familiares personales o los mitos,
transmiten a nuestra presente generación un mensaje sobre quiénes somos y qué
es lo que se espera de nosotros, qué es lo que se encuentra en nuestra memoria
genética, por así decirlo, y que forma parte del legado psicológico que nos dio
forma y que afecta de manera invisible a nuestras percepciones y nuestra
conducta.
La
historia de la familia olímpica
Los mitos sobre
Zeus y los dioses del Olimpo son “historias familiares” que esclarecen nuestra
genealogía patriarcal y su enorme influencia sobre nuestras vidas personales.
Nos hablan de nuestros padres fundadores y arrasan el reino matriarcal que les
precedía o sólo ofrecen pequeños indicios del mismo.
Homero, en su Iliada y su Odisea, conservó los temas mitológicos en las épicas que tenían
algún fundamento histórico, mientras que Hesíodo anteriormente había organizado
numerosas tradiciones mitológicas en la Teogonía,
que es un relato sobre el origen y el linaje de los dioses.
Al principio,
según Hesíodo, había el vacío. De ese vacío, se materializó Gea (Tierra). Ésta
dio a luz a las montañas, al mar y a Urano (Cielo), que se convirtió en su
esposo. Gea y Urano se unieron y se convirtieron en los padres de los doce
Titanes. En la genealogía de los dioses de Hesíodo, los Titanes eran una
dinastía reinante temprana, los padres y abuelos de los dioses del Olimpo.
Urano, el primer
patriarca o figura paterna en la mitología griega, se enfadó por la capacidad
generativa de Gea, ya que engendrar hijos no era de su agrado. Cuando nacieron
los últimos niños, él los escondió en el gran cuerpo de Gea, y no les dejaba
ver la luz del día. Gea padecía grandes dolores y tristeza por esta violencia
contra sus recién nacidos.
De modo que
recurrió a sus propios hijos, los titanes, para que la ayudaran. Tal como narra
Hesíodo, la movía la angustia, por lo que les dijo claramente: «Hijos míos,
tenéis un padre salvaje; si me escucháis podremos vengarnos de su malvado
ultraje: fue él quien empezó a usar la violencia».
Por lo tanto, la Teogonía de Hesíodo hace de la violencia
de Urano contra sus propios hijos el mal inicial, que engendró la violencia
subsiguiente. Fue el pecado original del dios padre celestial, que se repetiría
en las siguientes generaciones.
Los titanes
quedaron todos “presos del miedo” a su padre, salvo el más joven, Cronos
(denominado Saturno por los romanos). Sólo Cronos respondió al grito de auxilio
de Gea con estas palabras: «Madre, estoy dispuesto a llevar a cabo tu plan
hasta el final. No respeto a nuestro infame padre, puesto que fue él quien
empezó a utilizar la violencia».
Armado con una hoz
que le dio su madre y siguiendo el plan que ella había urdido, se acostó a
esperar a su padre. Cuando Urano acudió para copular con Gea y se echó sobre
ella, Cronos tomó la hoz, le cortó los genitales a su padre y los tiró al mar.
Tras haber castrado a su padre, Cronos era entonces el dios más poderoso, que
junto a sus hermanos, los titanes, gobernó el universo y creó nuevas deidades.
Cronos se casó con
su hermana Rea, que, como su madre Gea, era una diosa terrestre. De su unión
surgió la primera generación olímpica: Hestia, Deméter, Hera, Hades, Poseidón y
Zeus.
Sin embargo, una
vez más el progenitor patriarca –esta vez Cronos– intentó eliminar a sus hijos.
Avisado de que estaba destinado a ser derrocado por su propio hijo y decidido a
que eso no sucediera, se tragaba inmediatamente a cada uno de sus vástagos al
nacer, sin tan siquiera comprobar si el recién nacido era varón o hembra. En
total, se tragó tres hijas y dos hijos.
Rea, abatida por
la pérdida de su descendencia y embarazada de nuevo, recurrió a Gea y a Urano
para que la ayudaran a salvar al que todavía había de nacer. Sus padres le
dijeron que fuera a Creta cuando llegara el momento de dar a luz y que engañara
a Cronos envolviendo una piedra con pañales.
Cronos, en su
apresuramiento, se tragó la piedra, pensando que era su hijo. Este último hijo,
al que no pudo tragar, era Zeus, que efectivamente derrocó a su padre y se
convirtió en el dios supremo. Educado en secreto hasta que fue adulto, Zeus
recibió ayuda de Metis, una diosa preolímpica de la sabiduría y su primera
consorte, para conseguir que Cronos vomitara a sus hermanos olímpicos. Con
ellos como aliados derrotó a Cronos y a los titanes. La violencia había
engendrado violencia durante tres generaciones.
Tras su victoria,
los tres dioses hermanos, Zeus, Poseidón y Hades, se repartieron el universo
entre ellos. A Zeus le tocó el cielo, a Poseidón el mar y a Hades el mundo
subterráneo. Aunque se suponía que la tierra y el monte Olimpo eran un
territorio compartido, Zeus extendió su poder sobre este territorio.
A través de sus
uniones sexuales, Zeus engendró la siguiente generación de deidades, así como a
los semidioses, que fueron los héroes por antonomasia de la mitología. Mientras
engendraba hijos activamente, él también, al igual que su padre había hecho, se
sintió amenazado por la posibilidad de que uno de sus hijos le arrebatara el
poder. Se había profetizado que Metis, la primera de sus siete consortes, daría
a luz a dos hijos, uno de los cuales sería un niño que llegaría gobernar sobre
dioses
y hombres. Así que
cuando se quedó embarazada, temiendo que se tratara de este hijo, la engañó
para que se volviera muy pequeña y se la tragó para impedir que diera a luz. Al
final, el niño resultó ser una niña, Atenea, que acabó naciendo de la cabeza de
Zeus.
Los
dioses celestiales como padres
Los dioses padre
de la mitología griega poseen características similares a las de las deidades
de todas las culturas patriarcales. Son versiones eternas de los hombres de
poder dentro de la cultura. Como tales, son figuras arquetípicas, cuya
mitología, cuando se contempla metafóricamente, nos habla mucho de la
psicología masculina.
Los dioses
patriarcales son hombres autoritarios que viven en los cielos, en las cimas de
las montañas o en el espacio: por ende, gobiernan desde arriba y a distancia.
Esperan ser obedecidos y tener el derecho a hacer lo que les plazca mientras
sean los dioses principales. Como dioses guerreros, su supremacía la
consiguieron a través de derrotar a sus rivales y generalmente tienen celos de
sus prerrogativas y exigen obediencia. Con todo su poder, temen que su destino
sea ser derrotados por uno de sus hijos. Como padres, suelen ser antipaternales
y expresan hostilidad hacia su descendencia.
En su esfuerzo por
“enterrar” a sus hijos, Urano intentó reprimir su potencial impidiendo su
crecimiento y que desarrollaran aquello para lo que habían sido creados.
Cronos, al “tragarse” o “consumir” a sus hijos, intentó incorporárselos a sí
mismo. Metafóricamente, así es como un padre evita que sus hijos crezcan para
ser superiores a él o que puedan desafiar su posición o perder su fe en ellos.
Los mantiene a la sombra, reticente a exponerlos a la influencia de la gente,
de la educación o de los valores que ampliarían sus experiencias. Insiste en
que no difieran de él ni se desvíen de los planes que él tiene para ellos. Si
un hijo o una hija no puede actuar o pensar independientemente, no supondrá una
amenaza. Un padre que consume la autonomía de sus hijos y su crecimiento padece
lo que yo denomino el “complejo de Cronos”.
Zeus, por su
parte, engañó a su esposa embarazada para que redujera su tamaño y así poder
tragársela. Ella quedó reducida, perdió su poder y sus atributos fueron
engullidos, al igual que el matriarcado fue engullido por el patriarcado, y los
atributos, una vez asociados a la diosa, pasaron a identificarse con el dios.
Esta reducción se parece al modo en que algunas mujeres cambian cuando se casan
y se quedan embarazadas. Pierden su libertad de pensamiento y la autoridad que
ejercían, a
medida que se
someten a maridos que con frecuencia encajan en el autoritario molde de Zeus.
Edipo:
no era culpable
Tras saltarnos
muchas generaciones, llegamos a la figura mitológica de Edipo, quien
inconsciente de lo que estaba haciendo mató a su padre y se casó con su madre.
Freud fundó el psicoanálisis basándose en su análisis de lo que denominó el
complejo de Edipo, afirmando que este asesinato y matrimonio era el deseo
inconsciente de todo hijo. Freud también reaccionó contra los hombres a quienes
había hecho de mentor (como Jung y Adler, que desarrollaron ideas diferentes a
las suyas y cuya posición podía algún día rivalizar contra la suya) como hijos
edípicos de los que había que deshacerse.
Freud vio a Layo,
el padre de Edipo, como una víctima inocente en su mito. Pero esta versión
distaba mucho de ser cierta, como observa la psicoanalista Alice Miller.
Layo era el rey de
Tebas. Cuando acudió al oráculo de Delfos a preguntar por qué su esposa no le
había dado hijos, el oráculo le respondió: «Layo, deseas un hijo. Tendrás un
hijo. Pero el Destino ha decretado que perderás tu vida en sus manos… debido a
la maldición de Pélope, a quien una vez le robaste a su hijo». Layo había
cometido esta equivocación cuando era joven, cuando fue obligado a huir de su
país y tuvo que pedir refugio al rey Pélope, que le acogió. Layo le pagó su
amabilidad seduciendo a Crisipo, su hermoso y joven hijo, que después se
suicidaría.
Layo primero
intentó evitar ese destino viviendo separado de su esposa. Pero con el tiempo,
a pesar de la advertencia, tuvieron relaciones sexuales y Yocasta dio a luz a
un hijo. Por temor a la profecía, Layo decidió matar a su hijo recién nacido
abandonándolo en las montañas; perforó sus tobillos y se los ató con una
correa. Pero el pastor que había elegido para que le asesinara, se compadeció
del inocente bebé, se lo entregó a otro pastor y regresó ante Layo fingiendo
haber cumplido su cometido. Layo ya se podía sentir seguro. El pastor dio al
niño, a quien puso el nombre de Edipo (“pies hinchados”, debido a las heridas
en sus tobillos) a una pareja. Estos padres adoptivos le educaron y le dejaron
creer que era su verdadero hijo.
Ya de adulto,
Edipo viajaba por la carretera que se dirigía a Beocia cuando llegó a una
encrucijada. Allí había un carruaje con un anciano que esgrimía una aguijada
hacia él y con la que le golpeó en la cabeza. Edipo, enfurecido por esta
agresión infundada, devolvió el ataque con su cayado, derribando a su asaltante
y matándolo. Tras este incidente continuó su viaje, sin imaginar siquiera que
había hecho algo más que vengarse de algún plebeyo que había intentado herirle.
Nada en la vestimenta o el aspecto del anciano delataba su noble ascendencia.
Sin embrago, en realidad, era Layo, el rey de Tebas, su padre.
Alice Miller
señala la injusticia de culpar a Edipo:
"En la
tragedia de Sófocles, Edipo se castiga a sí mismo arrancándose los ojos. Aunque
no había tenido forma de reconocer a su padre en Layo; incluso aunque éste
último había intentado matar a su hijo recién nacido y era responsable de esa
falta de reconocimiento; aunque Layo fuera quien provocó la ira de Edipo cuando
se cruzaron sus caminos; aunque Edipo no deseaba a Yocasta se convirtió en su
esposo gracias a su inteligencia para resolver el acertijo de la esfinge,
rescatando a Tebas de ese modo, e incluso aunque Yocasta, su madre, podía haber
reconocido a su hijo por sus pies hinchados, hasta la fecha nadie parece haber
objetado el hecho de que a Edipo se le cargara con toda la culpa".
Miller sigue
observando que «siempre se ha dado por hecho que los hijos son responsables de
lo que se les hace y se ha considerado esencial que, cuando los niños crecen,
no sean conscientes de la verdadera naturaleza de su pasado».
El fracasado
intento de Layo de matar a su hijo Edipo evoca los mitos griegos de los dioses
padre del cielo que intentaron acabar con sus hijos. En cada caso, al igual que
en la teoría psicoanalítica sobre el complejo de Edipo, el padre cree que el
ser que acaba de concebir o el recién nacido quiere deshacerse de él, y por eso
trata al bebé como si fuera su rival.
En la mitología,
la racionalización de los padres que intentan matar a sus hijos siempre es
“debido a la profecía”. La versión psiquiátrica contemporánea sería “debido a
una idea paranoica”. En la psicología junguiana se formularía como “debido a la
proyección de la sombra” (que sucede cuando las personas atribuyen a los demás
sus propias emociones, motivaciones o acciones reprimidas o rechazadas).
Las proyecciones y
las acciones que se originan de las proyecciones dan forma a las personas sobre
las que van a recaer. Un niño que sea tratado como si fuera malo y que es
rechazado, abandonado y maltratado, responde sintiéndose culpable.
Zeus y los reyes
mortales como Layo eran gobernantes territoriales sobre los demás. Esta forma
de gobierno y de valores implícitos son patriarcales; es una jerarquía de
hombres, de los cuales cada uno existe en un orden establecido, con Zeus o dios
en la cima, deidades inferiores debajo, luego los reyes mortales, que remontan
sus orígenes a algún dios, y después los leales vasallos y súbditos. Las
grandes corporaciones, con el presidente de la compañía y la junta directiva en
la cima, son los equivalentes contemporáneos de Zeus y los dioses del Olimpo.
Madres
sin poder en las familias patriarcales
Todos los dioses
del Olimpo tenían madres que carecían de poder y que estaban subordinadas a un
padre poderoso y a menudo agresivo, y la mayoría tuvieron esposas a las que
dominaron. Las mujeres temían atrozmente sus relaciones con los dioses. Y si
las mujeres y las madres están desvalorizadas, carecen de poder y son incapaces
de proteger a sus hijos (e hijas), sus hijos se sienten traicionados por ellas.
Puesto que la madre que les da a luz es la proveedora, la nodriza, ella supone
la primera experiencia del mundo para un recién nacido y en un principio eso
supone poder. El hecho de que ella después no pueda protegerle, le abandone o
le anteponga a otra persona, supone una traición y un rechazo para el bebé, que
éste dirigirá en su contra o contra cualquier mujer de la que alguna vez pueda
depender emocionalmente. Como hombre adulto, puede descargar contra otras
mujeres la ira impotente que sintió de pequeño hacia su propia madre. Esta
cadena de acontecimientos ayuda a explicar uno de los orígenes de la hostilidad
hacia las mujeres en las culturas patriarcales.
Para complicar aún
más las cosas, cuando las mujeres son oprimidas por hombres poderosos, por sus
padres, esposos o hermanos, o bien por una cultura que las limita sólo por el
hecho de ser mujeres, algunas de ellas proyectarán su resentimiento (a menudo
inconscientemente) sobre los hombres que no tienen poder –sus hijos pequeños–
especialmente cuando el niño empieza a emular a su padre o a expresar su propia
capacidad innata de decisión y su espíritu alborotador. Esto puede manifestarse
como un maltrato o rechazo directo, o bien a través del sarcasmo y la
humillación. Las hermanas que sienten el peso de un trato injusto también
pueden castigar a sus hermanos de un modo similar. Esta reacción en cadena es
otra fuente de hostilidad hacia las mujeres que albergan muchos hombres,
originada en la infancia y que descargan sobre las mujeres cuando son grandes y
poderosos.
El
hogar como el castillo de un hombre
En la cultura
patriarcal, cada hombre manda sobre su familia, con la autoridad de un rey
dentro de su propio hogar. El patriarcado es el responsable de la oposición
“tradicional” a que la mujer tenga potestad sobre su propio cuerpo, propiedades
o capacidad reproductiva.
Un padre celestial
que es el creador de una dinastía se encarga de planificar la carrera de sus
hijos, de prepararlos para que asuman el lugar en el mundo que él les ha
asignado. Cuando un hijo encarna las ambiciones de su padre, en vez de
descubrir lo que él realmente quiere hacer, puede que éste “consuma” su vida.
La sensación de ser consumido es especialmente intensa cuando las tendencias
del hijo difieren del puesto que su padre espera que desempeñe.
Los
padres celestiales y su descendencia: alejamiento y competitividad
El hecho de que
los padres no reaccionen como padres con sus hijos y los vean como rivales no
sólo se produce en la mitología griega. Al escuchar a muchos hombres en mi
práctica de psiquiatría, he podido observar lo huérfanos que se sentían, por lo
emocionalmente distantes, críticos, lo que les rechazaban, lo cerrados o
incluso agresivos que eran sus padres. También he visto cuánta tristeza, dolor
e ira creó esto en sus hijos (y familias) y cómo este patrón se ha transmitido
a través de sucesivas generaciones. También he oído hablar de las intenciones
de los padres de estar más abiertos y ayudar, y de los momentos en que, a pesar
de eso, desatan una carga de agresividad contra un hijo y luego se sienten
culpables y perplejos al comprobar cuánta ira ha despertado él en ellos.
El distanciamiento
entre padre e hijo empieza con el resentimiento paterno o con la percepción de
ver a su hijo como rival. El embarazo de la esposa puede activar sentimientos
de su propia infancia. Su percepción de su esposa encinta puede recrear
recuerdos de su madre embarazada y del dolor que el embarazo y la llegada de un
nuevo hermano supusieron para él.
Ahora, como esposo
(antes, como hijo), pasa a ser menos importante para la vida de la mujer
nutridora y maternal. Con el embarazo hay menos disponibilidad. Ella está más
absorta en sí misma y menos pendiente de él, puede perder interés en el sexo,
que para él suponía su principal afirmación y el medio más importante de
proximidad.
La rabia, la
hostilidad y la rivalidad que sentía cuando era niño por la llegada del nuevo
bebé, que tuvo que reprimir, ahora se reaviva en el embarazo de su esposa. Y
como nuevo futuro padre, estos mismos sentimientos son aún más inaceptables y
por lo tanto se han de ocultar como antes.
La llegada de un
hijo, sobre todo la del primero, inicia a un hombre en la siguiente etapa de su
vida. A muchos hombres les asusta la posibilidad de responsabilizarse de una
familia, se hacen preguntas respecto a su capacidad como proveedor.
Además, puede
tener miedo a quedarse atrapado. Tener un hijo, más que el matrimonio en sí, es
lo que los hombres más temen que les pueda atrapar. La paternidad a menudo
conlleva pedir un préstamo, contratar un seguro de vida, ser el único proveedor
durante un tiempo o a partir de entonces, tener que conservar un trabajo que no
le satisface o hacer pluriempleo para pagar las facturas. De modo que mientras
otros dan la enhorabuena a la pareja y hacen alboroto en torno a la mujer
embarazada, el esposo puede sentir miedo y resentimiento en lugar de felicidad
por la llegada del bebé.
Entonces el recién
nacido se convierte en el centro de atención. Su esposa es ahora más la madre
de su bebé que su mujer. Tal como temía, el bebé le ha sustituido, al menos
temporalmente.
Descubrir los
sentimientos que tienen los hombres revela que puede que tengan envidia de la
capacidad de su esposa de tener hijos y concederse un tiempo de descanso, o que
envidian la atención y proximidad al cuerpo de la madre del que goza el bebé.
Los senos que él amaba, ahora “pertenecen” a su hijo. Y la llegada del recién
nacido ha puesto fin a su vida exclusiva como pareja.
En una cultura
patriarcal, los bebés y los padres no tienen muchas oportunidades de
vincularse. Los hijos –los niños en particular–, eran la demostración de la
masculinidad de su padre y un medio para extender su poder o hacer realidad sus
ambiciones; no disfrutaban de mucha satisfacción personal por parte de su
padre.
Desvinculado como
estaba el padre celestial de los cuidados de su hijo, puede que nunca se llegara
producir una conexión emocional entre ambos.
A raíz de haber
hablado con una generación de hombres que estuvieron presentes y participaron
en las horas del parto y del nacimiento, tengo la impresión de que en ese
momento comienza un profundo y amoroso vínculo con sus hijos. Sin embargo, si
ese lazo no se crea y el nuevo padre no siente ternura ni instinto de
protección hacia su hijo y su esposa, es probable que esté furioso y resentido
debido a que experimenta el embarazo de su esposa y el nacimiento de su hijo
como una serie de privaciones. La rabia hacia el “entrometido” y la ira contra
su esposa son sentimientos que quizás ni tan siquiera lleguen a alcanzar el
plano consciente. Cuando en la terapia se desvelan estos sentimientos de
cólera, por lo general suelen encubrir miedos aún más profundos al abandono y a
sentirse insignificante.
Puede entonces que
un padre inflija castigo corporal, verbal o ridiculice a sus hijos varones, en
nombre de la disciplina o de “ayudar a que los niños se hagan hombres”. Puede
que busque la lucha en todos los juegos para pegar a su hijo. Esos juegos que
empiezan con risas y acaban siempre con un niño llorando, que además es
humillado por llorar.
El hijo que puede
llegar a sustituir a su padre en el afecto de su madre y cosechar el fruto de
los celos paternos, llegará a tener poder como adulto a medida que el poder de
su padre se vaya reduciendo.
Las doctrinas del
pecado original y la insistencia del psicoanálisis en que todos los hijos
quieren matar a sus padres y casarse con sus madres, son teorías que justifican
la hostilidad que los padres celestiales resentidos demuestran con sus hijos.
Los hijos se
vuelven primero desconfiados, luego temerosos, después hostiles hacia los
padres que los ven como malos o malcriados desde que son unos bebés y les
tratan como tales. Sin embargo, esto no sucede así cuando el padre da de comer
a su hijo, juega con él, le hace de mentor y supone un modelo positivo para él.
En muchas
ocasiones un niño tiene un padre celestial distante no agresivo, sino que tan
sólo está ausente sentimental y físicamente.
Mientras un hijo
espere que su padre le preste atención y lo reivindique como suyo, los
sentimientos predominantes serán el anhelo y la tristeza. La ira hacia el padre
llega después, cuando el hijo abandona sus esperanzas y expectativas de ser
acogido por su padre; cuando abandona el deseo de que su padre le ame. El enojo
también puede surgir de la desilusión, si el padre distante resulta no estar a
la altura de su idealización.
La relación entre
los padres celestiales emocionalmente distantes de sus hijos adolescentes y
adultos, suele adoptar una cualidad de rutina o incluso ritualista. Cuando
padre e hijo están juntos, tienen una conversación predecible, una serie de
preguntas y respuestas en las que ninguna de ellas delata algo verdaderamente
personal. Vista psicológicamente, semejante relación entre un padre celestial y
su hijo adopta la forma de un distanciamiento aparentemente confortable. Sin
embargo, la decepción puede hallarse justo debajo de la superficie.
También puede
surgir la hostilidad directa cuando el hijo siente que lo único que significa
para su padre es una extensión de su orgullo. Cuando el hijo percibe que su
padre no se preocupa de él como persona y, sin embargo, alardea de sus logros,
el distanciamiento aumenta.
Éste es el papel
que los hijos, especialmente los primeros, han de desempeñar y la razón por la
que son tan valiosos cuando nacen (más que las hijas). El orgulloso padre
anuncia que ahora tiene un “hijo y un heredero”, que se espera que lleve su
nombre (y sus ambiciones) y que, por el mero hecho de haber nacido varón,
pruebe la masculinidad de su padre.
Luego viene la
necesidad de que ese hijo cumpla con lo que su padre espera de él, en lugar de
que éste venga al mundo con sus dones y talentos particulares, con sus
necesidades emocionales, con sus defectos y rasgos de la personalidad, y
posiblemente incluso con un propósito personal que cumplir.
El
sacrificio de los hijos
Además de la
mitología griega y romana, el Antiguo y el Nuevo Testamento son las principales
fuentes de la historia familiar en la civilización occidental. Existen muchos
paralelismos entre ambos. Los indoeuropeos y los israelitas llegaron ambos como
invasores e inmigrantes a una zona que ya estaba poblada y en donde lo normal
era la adoración a la diosa. Ambos pueblos invasores tenían dioses padre
celestiales, con cualidades guerreras, que gobernaban desde arriba y se
comunicaban desde las montañas. Y en ambos hay una evolución en la figura del
dios celestial, un cambio desde ser menos hostil con sus hijos a ser más
paternal. En la mitología griega el cambio tuvo lugar a través de una serie de
dioses padre celestiales, con Zeus como figura central. Aunque el dios de la
Biblia es considerado como una sola entidad, recibe varios nombres: Yahveh y
Elohim en el lenguaje original del Antiguo Testamento. Con el paso del tiempo,
el dios celestial bíblico cambió y se volvió menos punitivo y más colaborador
con sus “hijos” humanos.
Contempladas como
historias familiares y vistas desde una perspectiva psicológica, los
paralelismos continúan.
Para cumplir la
voluntad del dios celestial se ha de sacrificar a los hijos. Así Yahveh probó a
Abraham ordenándole que ofreciera a su único hijo Isaac, a quien tanto amaba,
para que lo ofreciera en holocausto sobre una montaña. El hecho de que
estuviera dispuesto a matar a su hijo significaba que había pasado la prueba.
(Así mismo, Agamenón, cuando dirigió a los guerreros griegos contra Troya,
descubrió que sus barcos estaban inmóviles en un mar de calma chicha en Áulide.
Para conseguir Buenos vientos tenía que sacrificar a su hija Ifigenia, a lo
cual tuvo que acceder).
Aunque los niños
contemporáneos no se sacrifican literalmente en el altar, los hijos son
metafóricamente ofrecidos como sacrificios. Esto se confirma en diferentes
planos psicológicos: los hombres que tienen éxito suelen ser padres ausentes de
las vidas de sus hijos, emocional y con frecuencia también físicamente. Y
también sacrifican a su propio “niño interior”, esa parte juguetona,
espontánea, confiada y emotiva de ellos mismos.
La cultura
patriarcal es hostil con la inocencia, menosprecia las cualidades infantiles y
recompensa a los hombres por su habilidad de ser como Abraham, Agamenón y Darth
Vader.
Isaac:
el sacrificio del hijo
A Abraham se le
mandó que fuera a la tierra de Moriá y allí, en un monte, debía sacrificar a su
hijo Isaac en una hoguera para ofrecérselo a Dios. Imagino que Isaac estaría
encantado de acompañar a su padre en ese viaje, ignorando su propósito. A los
tres días llegaron a su destino. Allí Isaac recogió leña gustoso y ayudaba a
Abraham a preparar el altar cuando, perplejo, le preguntó: «Mira, ya está el fuego
y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». A lo cual su padre
respondió: «Dios proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío».
Imagino que Isaac
aceptó esta respuesta y se preguntaba cómo y cuándo se materializaría el
cordero. ¿Cuándo, me preguntó yo, se daría cuenta el muchacho de que su padre
iba a sacrificarle a él? Puedo imaginar que cuando intuyó que era él quien iba
a ser sacrificado, no se lo podía creer, tuvo miedo y se sintió traicionado.
Quizás Abraham le explicó que estaba obedeciendo a un dios que exigía la muerte
de su único hijo; pero dudo que eso hubiera reconfortado a Isaac. Lo único que
sabía era que con su padre no estaba seguro; éste estaba a punto de matarle.
Entonces el Señor
llamó a Abraham y le dijo: «¡Abraham, Abraham! No extiendas tu mano sobre el
muchacho, ni le hagas nada; pues ya veo que temes a Dios, pues no me rehusaste
tu hijo, tu único hijo». Y entonces Abraham miró hacia el cielo y vio un
carnero, trabado en una mata por sus cuernos y lo ofreció en holocausto en
lugar de su hijo.
Abraham fue
entonces bendecido por Dios, porque estaba dispuesto a matar a su hijo: «Por
cuanto has hecho esto y no me has rehusado a tu hijo, tu único hijo; te llenaré
de bendiciones, y multiplicaré abundosamente tu descendencia como las estrellas
del cielo y la arena que hay en la orilla del mar».
Ifigenia:
el sacrificio de la hija
Otra historia de
éxito que depende de la voluntad del padre de sacrificar a sus vástagos es la
que se narra en la Ilíada. Esta vez el padre era el rey Agamenón. Agrupó un
ejército, se preparó para zarpar con una inmensa flota hacia Troya. Pero no
había buenos vientos y, con los barcos parados, los hombres se iban poniendo
nerviosos. La gloria, el botín y el poder que serían suyos si sus tropas conquistaban
Troya, se perderían a menos que hubiera vientos.
Agamenón consultó
a un vidente, que le dijo que si sacrificaba a su hermosa e inocente hija
Ifigenia, los vientos soplarían de nuevo y su flota podría partir hacia Troya.
Agamenón mandó un
mensaje a su esposa diciéndole que le mandara a Ifigenia, para casarla con
Aquiles. Pueden imaginarse el entusiasmo al oír las noticias de esta unión y
cómo se desplazó la joven virgen hasta el campamento de su padre, con su
equipaje cargado de hermosos vestidos y objetos, con su mente llena de
pensamientos acerca de su supuesto prometido.
¿En qué momento se
dio cuenta Ifigenia de que algo no iba bien? ¿Cuánto tiempo le hizo creer su
padre que iba a casarse? En algún momento debió darse cuenta de que su
padre la había engañado
y de que la muerte la estaba esperando. Cuando se enteró de lo que le iba a
pasar, se debió haber sentido traicionada, abandonada y temorizada.
Agamenón la
ofreció en sacrificio y los vientos regresaron, su flota zarpó hacia Troya para
librar una lucha que duraría diez años. En otra versión de la historia,
Ifigenia fue salvada por la diosa Artemisa, que en el último momento la
subtituyó por una cierva.
Agamenón fue,
pues, otro padre recompensado por su voluntad de sacrificar a su hija. Si lo
observamos bajo el prisma psicológico, el padre que viola la confianza de una
hija y acaba con su inocencia, destruye esa misma parte dentro de sí mismo.
Simbólicamente, la hija puede representar el ánima de su padre (término
descriptivo de Jung para el aspecto femenino de un hombre); al igual que puede
hacerlo su esposa, que representa su otra mitad, a la que en estas historias no
se consulta o es engañada y carece de poder para defender a su hijo o hija.
Para ser un
soldado o un comandante en jefe despiadado o incluso un ejecutivo moderno o un
empresario, un hombre (o una mujer, que ahora también puede desempeñar ese
papel) generalmente ha de estar dispuesto a matar o a reprimir sus sentimientos
más tiernos, a anteponer su búsqueda de aprobación o de éxito en el mundo a sus
vínculos familiares. En el campamento militar o en el equivalente contemporáneo
del mundo comercial no hay lugar para la vulnerabilidad, la ternura y la
inocencia. Tampoco hay lugar para la empatía ni la compasión por los enemigos.
Estos atributos son vistos como debilidades que se han de sacrificar.
Los mitos que
narran las historias de los hombres que estuvieron dispuestos a acabar con sus
hijos y cómo fueron recompensados, nos hablan de lo que se valora en una
cultura patriarcal: has de obedecer a la autoridad y has de hacer lo que
necesitas para conservar la autoridad que ya tienes.
Este sistema de
valores tiene consecuencias negativas directas en la relación entre padres e
hijos. Los padres autoritarios reaccionan con ira ante lo que perciben como
insubordinación y desobediencia, castigando a sus hijos (e hijas) por no hacer,
por la causa que sea, lo que ellos les han dicho o lo que ellos esperaban.
La necesidad de
mantener una postura de autoridad contribuye en el “peor de los casos” a situaciones
de padres agresivos. Esta reacción se considera paranoica. El padre no ve a su
propio hijo como un niño que está manifestándose tal como es, sino que
reacciona a lo que está percibiendo y abusa del niño.
Lo más frecuente
es que el niño incite la cólera de un padre autoritario cuando se hace mayor.
Puede que no haga lo que se le ha dicho, cuestionarse las cosas, no estar de
acuerdo con su padre, rebelarse contra su autoridad. Desafiar la autoridad es
una parte normal del proceso de aprendizaje y de descubrir las cosas por uno
mismo.
La
identificación con el agresor
El problema no es
que el padre tenga autoridad y la ejercite. Los niños adquieren confianza y
seguridad cuando hay una autoridad que establece límites apropiados y firmes.
Pero las necesidades de firmeza del niño no se ven satisfechas si, bajo el
disfraz de la autoridad paternal, el padre está expresando sus celos de ser
sustituido emocionalmente o está reaccionando a su necesidad de demostrarle a
su hijo quién es el que manda.
El padre está
representando el papel de un enfurecido y distante padre celestial, que ve a su
hijo como una amenaza para su posición. Dado que su rabia es irracional, el
hijo inicialmente se siente confundido y herido. Esta situación se transforma
en un resentimiento mutuo y un distanciamiento; paradójicamente también ayuda a
que el hijo se comporte como el padre cuando sea mayor.
En el plano
fisiológico, esta paradoja surge porque el hijo se “identifica con el agresor”
en lugar de hacerlo con la víctima que en realidad es. Llega a rechazar las
cualidades que él posee, que son las que provocaron la ira de su padre, aunque
éstas no fueran malas.
Aunque a un hijo
pueda desagradarle su padre que le critica, le amedrenta y descarga su ira
sobre él, lo que sucede es que acaba odiando todavía más ese sentimiento de
debilidad, incompetencia, temor, impotencia y humillación. Llega a odiar su
propia vulnerabilidad por ser el blanco de la crítica punitiva y de la ira de
su padre. Lo mal que se ha sentido y la idea de “maldad” se mezclan, confusión
que la cultura patriarcal refuerza equiparando la conciencia de la
vulnerabilidad a la debilidad, la cobardía y el no “tener agallas”. El amor
hacia las cosas bellas, la sensualidad y la espontaneidad emocional son
igualmente rasgos no masculinos que se han de ocultar.
Los muchachos y
los hombres han aprendido que demostrar compasión hacia una víctima puede ser
peligroso en un patriarcado. El riesgo es especialmente elevado cuando un grupo
de hombres ejerce poder sobre otros y atormentan, golpean o incluso violan a
una persona más débil o hacen daño a un animal.
Cuando un muchacho
que ha sufrido intimidaciones se hace mayor y adquiere poder, y se encuentra en
la posición de ser capaz de hacerle lo mismo a alguien que sea más pequeño y
menos fuerte, por lo general lo hace. Las pruebas iniciáticas para entrar en
una fraternidad de estudiantes, con sus azotes y otras cosas peores, y el
agotador ritmo al que están sometidos los médicos residentes, dura prueba a la
que han de sobrevivir, y el modo como son tratados los “plebeyos” en la
academia militar son iniciaciones hostiles perpetradas a la nueva generación
por parte de la anterior que ya ha sufrido los mismos abusos.
El lema para
justificar estos ritos de iniciación suele ser: «lo que me han hecho a mí,
ahora yo te lo hago a ti», lo cual indica una clara identificación con el
agresor. Las pruebas iniciáticas de fraternidad repiten la experiencia que
muchos hombres tuvieron como hermanos pequeños en manos de sus furiosos
hermanos mayores. El hermano pequeño es el receptor de la hostilidad y se
encuentra en la misma relación de víctima predilecta de su hermano mayor, como
éste lo fue para su padre.
La
identificación con otros hombres
Es notable el
hecho de que haya algún hombre que llegue a amar y a confiar en otro, en una
cultura que propicia el distanciamiento y la competitividad entre los hombres.
Hay excepciones,
momentos en que los hombres están verdaderamente unidos, generalmente cuando
“están en el mismo barco” y la subcultura privada en la que viven temporalmente
es igualitaria en lugar de ser patriarcal y compuesta sólo de hombres.
Luke
Skywalker y “su destino”
Justo antes del
momento álgido de El retorno del Jedi,
Darth Vader mantiene una significativa conversación con su amo, el emperador,
que le dice: «el joven Skywalker será uno de los nuestros». Y en la lucha a
vida o muerte entre Luke Skywalker y Darth Vader, Luke está tentado a responder
con miedo y odio, y caer en rendirse a la mortífera ira –y, con ello,
identificarse con el agresor–, lo cual, tal como le dice el emperador, es
“inevitablemente tu destino”.
Luke Skywalker no
se hace ilusiones respecto al emperador ni a la Estrella de la Muerte. No
quiere formar parte de un imperio que busca conseguir el poder sobre todos los
demás, reprimir la libertad y exigir una obediencia ciega –que son valores
exagerados del patriarcado– aun cuando se le ha prometido un puesto de mando.
Puesto que no le
seduce la promesa de poder, ni le vence el temor de ser un estúpido y de que se
encuentra en una situación sin salida, Luke puede resistirse a su “inevitable
destino”. Por consiguiente, no cede ni se convierte en un hombre sin
sentimientos que da y recibe órdenes, como su padre. No canjea el amor por el
poder, ni la lealtad a los demás por una posición segura, ni renuncia a su propia
creencia en un tipo de sistema diferente ante la aparente inmunidad del estado
de las cosas.
Todos los hombres
y muchas mujeres en las culturas patriarcales se enfrentan a la misma
tentación. Los momentos de la verdad y de tomar decisiones surgen continuamente.
Podemos decidir no resignarnos ni rendirnos, permanecer fieles a aquello que
nos importa, aun cuando tengamos razones para tener miedo. Desde una visión
psicológica, nuestros arquetipos activos nos conectan con lo que es más
significativo para nosotros, de modo que saber qué arquetipos son los
importantes nos revela algo importante respecto a nuestra naturaleza más
profunda y nos ayuda a mantenernos firmes. Este conocimiento nos da poder.