martes, 31 de enero de 2017

Libros de René Kaës

A pedido de nicolas iorio... 


René Kaës y Didier Anzieu - 1976 - Crónica de un grupo


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René Kaës, José Bleger y otros - 1987 - La institución y las instituciones


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René Kaës - 1993 - El grupo y el sujeto del grupo


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René Käes - 1994 - La palabra y el vínculo


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René Kaës - 1999 - Las teorías psicoanalíticas del grupo


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René Kaës - 2007 - Un singular plural


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Jacques-Alain Miller y Jean-Claude Milner - 2004 - ¿Desea usted ser evaluado?


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jueves, 12 de enero de 2017

Libros de Colette Soler

Colette Soler - 1988 - Finales de análisis


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Colette Soler - 1991 - Estudios sobre las psicosis


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Colette Soler y otros - 1995 - El decir del analista


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Colette Soler - 1997 - La maldición sobre el sexo


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Colette Soler - 2001 - Declinaciones de la angustia


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Colette Soler - 2002 - El inconciente a cielo abierto de la psicosis


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Colette Soler - 2002 - La repetición en la experiencia analítica


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Colette Soler - 2004 - La aventura literaria o la psicosis inspirada


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Colette Soler - 2004 - La querella de los diagnósticos


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Colette Soler - 2004 - Lo que Lacan dijo de las mujeres


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Colette Soler - 2007 - De un trauma al Otro


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Colette Soler - 2009 - Afectos lacanianos


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Colette Soler - 2011 - Los afectos lacanianos


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martes, 10 de enero de 2017

Varios autores - 1988 - La evolución de la conciencia


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Libros de Marie-Louise von Franz

Marie-Louise von Franz - 1972 - C. G. Jung


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Marie-Louise von Franz - 1980 - Alquimia


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Marie-Louise von Franz - 1984 - Sobre los sueños y la muerte


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Marie-Louise von Franz - 1986 - Símbolos de redención en los cuentos de hadas


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Marie-Louise von Franz - 1987 - La Gata


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Marie-Louise von Franz - 1990 - Sobre adivinación y sincronicidad


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Marie-Louise von Franz - 2000 - El Puer Aeternus


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Fraser Boa - 1992 - El camino de los sueños


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lunes, 2 de enero de 2017

Resumen de “Los dioses de cada hombre” de Jean Shinoda Bolen - Parte I: Los dioses de cada hombre

PARTE I: LOS DIOSES DE CADA HOMBRE

1. HAY DIOSES EN TODOS LOS HOMBRES

Este libro trata de los dioses de cada hombre, de los patrones innatos –o arquetipos– que se encuentran en lo más profundo de la psique, formando al hombre desde dentro. Estos dioses son poderosas predisposiciones invisibles que afectan en la personalidad, en el trabajo y en las relaciones. Los dioses tienen relación con la intensidad o la distancia emocional, preferencias por la agudeza mental, el esfuerzo físico o la sensibilidad estética, el anhelo de una unión en éxtasis, una comprensión panorámica, la noción del tiempo y mucho más. Los distintos arquetipos son responsables de la diversidad entre los hombres y su complejidad interior, y tienen mucho que ver con qué facilidad o dificultad los hombres (y los muchachos) pueden cumplir sus esperanzas y cuál es el precio que han de pagar por ello sus yoes más profundos y auténticos.
Sentirse auténtico significa ser libre para desarrollar rasgos y potenciales que son predisposiciones innatas. Cuando somos aceptados y se nos permite ser auténticos, es posible tener autoestima y autenticidad a un mismo tiempo. Esto sólo se llega a desarrollar si las reacciones de las personas que nos importan nos animan en vez de descorazonarnos, cuando somos espontáneos y sinceros, o cuando estamos absortos en aquello que nos produce felicidad. Desde la infancia, en primer lugar nuestra familia y luego nuestra cultura, son los espejos en donde vemos si somos aceptables o no. Cuando hemos de adaptarnos para ser aceptables, puede que acabemos llevando una máscara y representando un papel vacío si el que somos interiormente y lo que se espera que seamos están muy distanciados.


La conformidad del lecho de Procusto

La conformidad que se exige a los hombres en nuestra cultura patriarcal es como la del lecho de Procusto de la mitología griega. Los viajeros que se dirigían a Atenas eran colocados en esta cama. Si eran demasiado bajos, se les estiraba hasta que daban la medida, como en el potro de tortura medieval; si eran demasiado altos, se les cortaban los pies hasta que encajaban.
Algunos hombres encajan perfectamente en el lecho de Procusto, al igual que hay hombres cuyo estereotipo (o las expectativas externas) y arquetipo (o los patrones internos) se adapta correctamente. El éxito les gusta y se sienten cómodos con él. Sin embargo, la conformidad con el estereotipo suele ser un proceso agonizante para un hombre cuyos patrones arquetípicos difieren de lo “que debería ser”. Puede parecer que encaja, pero lo cierto es que le ha costado un alto precio representar ese papel, para lo que ha tenido que renunciar a aspectos importantes de sí mismo. Puede que también haya estirado una faceta de su personalidad para estar a la altura de las circunstancias, pero le falta profundidad y complejidad, lo cual hace que su éxito exterior, interiormente no signifique nada para él.
En esta cultura, los hombres llevan ventaja y parecen tener los mejores papeles. No cabe duda de que ostentan los de más poder o mejor remunerados. Sin embargo, muchos hombres padecen depresión que enmascaran con el alcohol, el trabajo excesivo, demasiadas horas delante del televisor, todo ello para conseguir insensibilizarse. Y hay otros muchos que están enojados y resentidos, su hostilidad y rabia se desencadena por cualquier cosa, desde la forma en que conduce alguien hasta la irritante conducta de un niño. Su esperanza de vida tampoco es muy larga. El movimiento feminista expresaba claramente los problemas que tienen éstas al vivir en un patriarcado, pero, a juzgar por la cantidad de hombres infelices que hay, parece que vivir en este tipo de sociedad tampoco es bueno para ellos.


El mundo interior de los arquetipos

Cuando la vida carece de sentido y ya nada nos parece nuevo, o cuando nos parece que hay algo que no funciona en nuestra forma de vida y en lo que estamos haciendo, podemos ayudarnos siendo conscientes de las discrepancias entre los arquetipos que hay en nuestro interior y nuestros roles externos. Cuando representas un papel que está conectado con un arquetipo activo dentro de ti, la profundidad y el sentido que ese papel tiene para ti generan energía.
Si eres como uno de estos dioses y te toca realizar el trabajo contrario, tu tarea dejará de ser un placer absorbente. El trabajo es sólo una fuente de satisfacción cuando coincide con tu naturaleza y talentos arquetípicos.
Los “dioses” como arquetipos existen en forma de patrones, reconocidos o no, que rigen las emociones y la conducta; son poderosas fuerzas que exigen su recompensa. Conscientemente reconocidos (aunque no necesariamente nombrados) y honrados por el hombre (o mujer) en el que moran, estos dioses ayudan al hombre a ser él mismo, motivándole a hacer que su vida tenga más sentido porque lo que hace está en conexión con la capa arquetípica de su psique. Los dioses rechazados y negados también tienen influencia, que suele ser perjudicial, puesto que ejercen una presión reivindicadora sobre el hombre. La identificación distorsionada también puede dañar, por ejemplo en un hombre que esté identificado con un dios hasta tal extremo que pierda su propia individualidad y se vuelva un “poseído”.


¿Qué es un arquetipo?

C. G. Jung introdujo el concepto de arquetipo en la psicología. Los arquetipos son patrones de existencia y de conducta, de percibir y de responder determinados internamente, preexistentes o latentes. Estos patrones se hallan en un inconsciente colectivo –esa parte del inconsciente que no es individual, sino universal y compartido. Estos patrones se pueden describir de manera personalizada, como dioses y diosas: sus mitos son historias arquetípicas. Evocan sentimientos e imágenes y tocan temas universales y que forman parte de la herencia humana. Cuando interpretamos un mito respecto a un dios o captamos su significado, intelectual o intuitivamente, como algo que influye en nuestra propia vida, puede tener el mismo impacto de un sueño que nos aclara una situación, nuestro propio carácter o el de alguien a quien conocemos.
Los dioses como figuras arquetípicas son como cualquier cosa genérica: describen la estructura básica de esta parte de un hombre (o de una mujer). Esta estructura básica está “encarnada” por el hombre individual, cuya exclusividad está formada por la familia, la clase, la nacionalidad, la religión, las experiencias de la vida y el tiempo en que vive, su aspecto físico y su inteligencia.
Los mitos griegos que se remontan a 3.000 años de antigüedad siguen vivos, se explican una y otra vez, porque los dioses y las diosas nos hablan de las verdades de la naturaleza humana. Conocer a estos dioses griegos puede ayudar a los hombres a entender mejor quién o qué está actuando en lo profundo de sus psiques. A su vez, las mujeres pueden aprender a conocer mejor a los hombres al conocer qué dioses están actuando en los hombres importantes de sus vidas, al tiempo que pueden descubrir que un “dios” en particular actúa en su propia psique.
El parecido a Zeus, por ejemplo, es sorprendentemente obvio en los hombres que pueden ser despiadados, asumen riesgos a fin de conseguir más poder y riqueza, y que quieren estar muy visibles cuando hayan alcanzado la posición social deseada. El águila, que se asocia con Zeus, simboliza las características del arquetipo: desde su elevada posición goza de una perspectiva general, puede ver el detalle y tiene la capacidad de actuar rápidamente para atrapar lo que quiere con sus garras.
Hermes, el dios mensajero, era el comunicador, el embaucador, el guía de los espíritus del mundo subterráneo, y el dios de las carreteras y fronteras. Al hombre que encarne este arquetipo le costará asentarse en un lugar, porque responderá a la atracción de la vía abierta y de la siguiente oportunidad. Al igual que el azogue o el mercurio (su nombre romano es Mercurio), este hombre se resbala de entre los dedos de las personas que quieren atraparlo o retenerlo.
Zeus y Hermes son patrones muy distintos y los hombres que se asemejan a cada uno de estos dioses difieren entre ellos. Pero dado que todos los arquetipos están potencialmente presentes en todos los hombres, tanto Zeus como Hermes también pueden estar activos en el mismo hombre. Con ambos actuando en su interior y de una forma equilibrada puede que sea capaz de establecerse, lo cual es la prioridad de Zeus, con la ayuda de las habilidades de comunicación y las ideas innovadoras de Hermes. O bien se puede encontrar con conflictos psicológicos, oscilando entre el Zeus que busca poder, que requiere tiempo y compromiso, y el Hermes que necesita libertad. Éstos son sólo dos de los arquetipos de los dioses que se valoran positivamente en nuestra cultura patriarcal.
Los dioses que estaban denigrados también siguen vivos en las psiques de los hombres, como lo estaban en la mitología griega. Había prejuicios respecto a los mismos como dioses; la cultura occidental tiene una tendencia similar contra su papel como arquetipos en la mente humana –la sensualidad y la pasión de Dionisos, el frenesí de Ares en el campo de batalla que bajo otras circunstancias fácilmente se hubiera puesto a bailar, la emotividad de Poseidón, la intensa creatividad introvertida de Hefesto, la introspectiva atención de Hades. Estas tendencias continuadas afectan a la psicología de los hombres, que puede que repriman estos aspectos en ellos mismos en un intento de adaptarse a los valores culturales que recompensan la distancia emocional, la frialdad y la adquisición de poder.
Ya sea trabajando, yendo a la guerra o haciendo el amor, cuando actúas como se espera que lo hagas, sin la inspiración de una fuerza arquetípica, malgastarás demasiada energía y esfuerzo. Puede que tus esfuerzos tengan sus recompensas, pero no se satisfarán por completo.


Activar los dioses

Todos los dioses son patrones potenciales en las psiques de todos los hombres; sin embargo, en cada individuo algunos de estos patrones están activados (energizados o desarrollados) y otros no.
Los arquetipos son patrones humanos básicos, algunos de los cuales son innatamente más fuertes en unas personas que en otras. Algunos hombres parecen encarnar un arquetipo en particular desde el primer día y seguir esa trayectoria durante toda su vida; o puede que en la mitad de su vida aparezca otro hombre, por ejemplo, si de pronto se enamora y conoce a Dionisos.


Predisposición inherente y esperanzas familiares
Los bebés nacen con ciertos rasgos de la personalidad. La actividad física, la energía y la actitud difieren de un niño a otro.
Como niño, muchacho y por último hombre, sus acciones y actitudes que comienzan como predisposiciones inherentes o patrones arquetípicos son juzgadas y correspondidas por los demás mediante la aprobación, la ansiedad, el orgullo y la vergüenza. Las esperanzas de la familia de un niño apoyan ciertos arquetipos y rechazan otros, y por ende, las cualidades de sus hijos o la naturaleza propia de uno en concreto.
Con frecuencia, en las familias hay hijos que no “encajan” en sus esperanzas o estilos. Sean cuales fueren las esperanzas para él, éstas interactuarán con lo que está presente arquetípicamente y con lo que se puede modelar.
Si un muchacho o un hombre intenta cumplir lo que se espera de él a costa de sacrificar su conexión con su verdadera naturaleza, puede que tenga éxito en el mundo y que lo encuentre sin sentido para él, o bien fracasar en la vida tras haber fracasado también en seguir fiel a sus principios.
Por el contrario, si es aceptado por lo que es, y sin embargo es consciente de que es importante desarrollar las habilidades sociales o competitivas que va a necesitar, entonces su adaptación al mundo no será a costa de su autenticidad y autoestima, sino que éstas le ayudarán a completarla.


Las personas y los acontecimientos activan a los dioses
Una persona o acontecimiento puede activar una reacción arquetípica o “típica” de un dios en particular. Las innumerables circunstancias históricas pueden proporcionar la situación que active a un dios en una generación de hombres. Por ejemplo, los jóvenes con la tendencia dionisíaca a buscar la experiencia extática a través de las drogas psicodélicas de los años sesenta. Muchos se convirtieron en pacientes psiquiátricos; muchos otros se iluminaron espiritualmente.


“Hacer” activa a los dioses: no “hacer” los inhibe
Proponerse objetivos y la claridad de pensamiento son cualidades que se recompensan culturalmente y que se manifiestan de forma natural en hombres como Apolo, el arquero, cuyas flechas doradas pueden alcanzar un blanco muy distante. Todos los demás han de estudiar para adquirir estas habilidades.
En cambio, el muchacho dionisíaco menosprecia los dones naturales: puede quedarse fácilmente absorto en el mundo sensorial y quedar totalmente atrapado en el presente inmediato.
Hay un dicho que reza “hacer es llegar a ser”, y eso expresa claramente cómo se pueden evocar o desarrollar los dioses mediante una acción determinada. El asunto suele ser: “¿te tomarás ese tiempo?”.


Los dioses y las etapas de la vida

Un hombre atraviesa por muchas etapas en la vida. Cada etapa tiene su propio dios o dioses de mayor influencia. Por ejemplo, hasta sus treinta años puede ser una combinación de Hermes, el dios ocupado con zapatos alados y un Dionisos buscador del éxtasis. En ese punto llega a una gran encrucijada: la mujer de su vida le dice que o se compromete con ella o la pierde. Su decisión de aceptar ese compromiso y ser fiel al mismo –que (aunque resulte sorprendente) es otro aspecto de Dionisos– le conduce a sellar las alas de Hermes e invocar a su propio Apolo para salirse adelante en el mundo laboral. En las tres décadas siguientes puede que otros arquetipos ocupen su lugar. La paternidad y el éxito pueden constelar a Zeus en él; la muerte de su esposa o descubrir que ha estado expuesto al sida, pueden desarrollar su Hades.
A veces, los hombres que se identifican mucho con cierto arquetipo pueden atravesar etapas, todas ellas correspondientes a aspectos de ese mismo dios.


Favoritismo patriarcal

El patriarcado –ese sistema invisible y jerárquico que nos sirve de lecho de Procusto, cuando refuerza los valores y concede poder– tiene favoritos. Siempre existen ganadores y perdedores, arquetipos a favor y en contra. A su vez, los hombres que encarnan a “dioses” concretos son alabados o rechazados.
Los valores patriarcales que enfatizan la adquisición del poder, del pensamiento racional y de tener el control son consciente o inconscientemente reforzados por las madres, los padres, los compañeros, las escuelas y otras instituciones que recompensan o castigan a los muchachos y a los hombres por su conducta. A consecuencia de ello, los hombres aprenden a conformarse y a sofocar su individualidad junto con sus emociones.
Cualquier cosa que resulte “inaceptable” para los demás o para las reglas de conducta puede convertirse en una fuente de culpabilidad o de vergüenza para el hombre, de modo que puede que se encuentre en el lecho de Procusto psicológico. A continuación viene el “desmembramiento” psicológico, cuando hombres (y mujeres) se separan o reprimen estos arquetipos o partes de sí mismos que les hacen sentir inadecuados o avergonzados.
Sin embargo, en la psique todo aquello que es sesgado o enterrado sigue vivo. Puede pasar a un plano “subterráneo” y estar alejado del estado consciente durante un tiempo, pero puede volver a emerger o ser “remembrado” cuando (por primera vez en la vida o por primera vez desde la infancia) este arquetipo halla aceptación en una relación o situación. Los hombres que tienen vidas secretas, sentimientos y acciones inaceptables puede que retengan su existencia en la sombra y las experimenten subrepticiamente sin que los demás se den cuenta hasta que se hacen evidentes y se produce el escándalo.


Conocer a los dioses: darnos poder a nosotros mismos

Conocer a los dioses es una fuente de poder personal.
Comprender a los dioses ha de ir a la par con el conocimiento sobre el patriarcado. Ambas son fuerzas poderosas e invisibles que interactúan afectando a cada hombre individualmente. El patriarcado amplía la influencia de algunos arquetipos y reduce la de otros.
El conocimiento sobre los dioses puede aumentar el conocimiento y la aceptación de sí mismo, abrir el camino para que los hombres se comuniquen entre sí y dar poder a los hombres y a muchas mujeres para tomar decisiones que puedan conducir a la autorrealización y la dicha.


La nueva teoría y perspectiva psicológica

Al beber de las fuentes de la mitología y de la teología he descubierto que la actitud patriarcal de hostilidad hacia los hijos es muy evidente. Esta misma actitud está también presente en la teoría psicoanalítica.
Describo el efecto del antagonismo y rechazo paternal de la psicología masculina en el capítulo dos. Este capítulo incorpora las visiones de la psicoanalista Alice Miller, que señala que el mito de Edipo comienza con el intento del padre de asesinar a su hijo. En cualquier familia o cultura en la que los hijos sean vistos como amenazas para el padre y sean tratados como tales, la psique de un hijo y el clima cultural se verán negativamente afectados.
En el capítulo doce especulo sobre la aparición de un nuevo arquetipo masculino, una posibilidad explicada por la teoría de los campos morfogenéticos de Rupert Sheldraddke.


2. PADRES E HIJOS: LOS MITOS NOS HABLAN DEL PATRIARCADO

Para conseguir conocerse a sí mismo, lo cual confiere poder, un hombre ha de ser consciente de las influencias sobre sus actitudes y conductas: ha de comprender qué es el patriarcado y de qué forma influye en sus hijos.
Un buen lugar por donde empezar la exploración de nuestros propios mitos es Luke Skywalker y su padre, Darth Vader, de la trilogía La guerra de las galaxias. Darth Vader, un poderoso padre que intenta destruir a su hijo, es un tema familiar que se repite desde los tiempos griegos hasta el presente.
Luke Skywalker representa el héroe de todo hombre en este momento de la historia. Para ser un Luke Skywalker, un hombre contemporáneo ha de descubrir lo que a él le sucedió en el pasado y también a la humanidad. Ha de descubrir su verdadera identidad en un sentido psicológico y espiritual, aliarse con su hermana (como una feminidad poderosa, una posibilidad interna y externa) y unirse a hombres y otras criaturas afines a él en su lucha contra el poder destructor. Sólo el hijo (al no volverse como su padre y sucumbir al miedo y al poder) puede liberar al padre amoroso que durante tanto tiempo estuvo encerrado dentro de Darth Vader.
La enorme y amenazadora figura de Darth Vader con su máscara de metal negra es una imagen del hombre cuya búsqueda para conseguir y ostentar poder y prestigio se ha convertido en su misma vida y le ha costado sus características humanas. Darth Vader es una imagen del lado oscuro del patriarcado.
El rostro original de Darth Vader se oculta bajo una máscara de metal que le sirve de identidad, armadura y defensa de su vida. No se la puede sacar, porque está tan deteriorado que sin ella moriría –una buena metáfora para los hombres que se identifican con sus personas, las máscaras o rostros que llevan en el mundo. A falta de una vida personal que les llene, son mantenidos por sus personas y posiciones. Puesto que carecen de vínculos emocionales y están sentimentalmente vacíos, puede que no sobrevivan a una pérdida de poder y de posición importante.
Darth Vader es una figura paterna arquetípica de la misma tradición que los dioses griegos padres celestiales. Urano, Cronos y en un menor grado Zeus fueron hostiles con sus hijos, especialmente contra los varones, que temían que pudieran arrebatarles su autoridad. Luke Skywalker, el hijo, es el protagonista en el viaje de un héroe, otro arquetipo.
La teoría psicológica de Jung ofrece la clave para comprender la razón por la que los mitos tienen tanto poder para habitar en nuestra imaginación: tanto si somos conscientes de ellos como si no, los mitos viven en y por nosotros.
Las historias mitológicas son como yacimientos arqueológicos que nos revelan la historia cultural.
Pienso en la mitología griega como un tiempo que equivalía a la infancia de nuestra civilización. Al igual que las historias familiares personales o los mitos, transmiten a nuestra presente generación un mensaje sobre quiénes somos y qué es lo que se espera de nosotros, qué es lo que se encuentra en nuestra memoria genética, por así decirlo, y que forma parte del legado psicológico que nos dio forma y que afecta de manera invisible a nuestras percepciones y nuestra conducta.


La historia de la familia olímpica

Los mitos sobre Zeus y los dioses del Olimpo son “historias familiares” que esclarecen nuestra genealogía patriarcal y su enorme influencia sobre nuestras vidas personales. Nos hablan de nuestros padres fundadores y arrasan el reino matriarcal que les precedía o sólo ofrecen pequeños indicios del mismo.
Homero, en su Iliada y su Odisea, conservó los temas mitológicos en las épicas que tenían algún fundamento histórico, mientras que Hesíodo anteriormente había organizado numerosas tradiciones mitológicas en la Teogonía, que es un relato sobre el origen y el linaje de los dioses.
Al principio, según Hesíodo, había el vacío. De ese vacío, se materializó Gea (Tierra). Ésta dio a luz a las montañas, al mar y a Urano (Cielo), que se convirtió en su esposo. Gea y Urano se unieron y se convirtieron en los padres de los doce Titanes. En la genealogía de los dioses de Hesíodo, los Titanes eran una dinastía reinante temprana, los padres y abuelos de los dioses del Olimpo.
Urano, el primer patriarca o figura paterna en la mitología griega, se enfadó por la capacidad generativa de Gea, ya que engendrar hijos no era de su agrado. Cuando nacieron los últimos niños, él los escondió en el gran cuerpo de Gea, y no les dejaba ver la luz del día. Gea padecía grandes dolores y tristeza por esta violencia contra sus recién nacidos.
De modo que recurrió a sus propios hijos, los titanes, para que la ayudaran. Tal como narra Hesíodo, la movía la angustia, por lo que les dijo claramente: «Hijos míos, tenéis un padre salvaje; si me escucháis podremos vengarnos de su malvado ultraje: fue él quien empezó a usar la violencia».
Por lo tanto, la Teogonía de Hesíodo hace de la violencia de Urano contra sus propios hijos el mal inicial, que engendró la violencia subsiguiente. Fue el pecado original del dios padre celestial, que se repetiría en las siguientes generaciones.
Los titanes quedaron todos “presos del miedo” a su padre, salvo el más joven, Cronos (denominado Saturno por los romanos). Sólo Cronos respondió al grito de auxilio de Gea con estas palabras: «Madre, estoy dispuesto a llevar a cabo tu plan hasta el final. No respeto a nuestro infame padre, puesto que fue él quien empezó a utilizar la violencia».
Armado con una hoz que le dio su madre y siguiendo el plan que ella había urdido, se acostó a esperar a su padre. Cuando Urano acudió para copular con Gea y se echó sobre ella, Cronos tomó la hoz, le cortó los genitales a su padre y los tiró al mar. Tras haber castrado a su padre, Cronos era entonces el dios más poderoso, que junto a sus hermanos, los titanes, gobernó el universo y creó nuevas deidades.
Cronos se casó con su hermana Rea, que, como su madre Gea, era una diosa terrestre. De su unión surgió la primera generación olímpica: Hestia, Deméter, Hera, Hades, Poseidón y Zeus.
Sin embargo, una vez más el progenitor patriarca –esta vez Cronos– intentó eliminar a sus hijos. Avisado de que estaba destinado a ser derrocado por su propio hijo y decidido a que eso no sucediera, se tragaba inmediatamente a cada uno de sus vástagos al nacer, sin tan siquiera comprobar si el recién nacido era varón o hembra. En total, se tragó tres hijas y dos hijos.
Rea, abatida por la pérdida de su descendencia y embarazada de nuevo, recurrió a Gea y a Urano para que la ayudaran a salvar al que todavía había de nacer. Sus padres le dijeron que fuera a Creta cuando llegara el momento de dar a luz y que engañara a Cronos envolviendo una piedra con pañales.
Cronos, en su apresuramiento, se tragó la piedra, pensando que era su hijo. Este último hijo, al que no pudo tragar, era Zeus, que efectivamente derrocó a su padre y se convirtió en el dios supremo. Educado en secreto hasta que fue adulto, Zeus recibió ayuda de Metis, una diosa preolímpica de la sabiduría y su primera consorte, para conseguir que Cronos vomitara a sus hermanos olímpicos. Con ellos como aliados derrotó a Cronos y a los titanes. La violencia había engendrado violencia durante tres generaciones.
Tras su victoria, los tres dioses hermanos, Zeus, Poseidón y Hades, se repartieron el universo entre ellos. A Zeus le tocó el cielo, a Poseidón el mar y a Hades el mundo subterráneo. Aunque se suponía que la tierra y el monte Olimpo eran un territorio compartido, Zeus extendió su poder sobre este territorio.
A través de sus uniones sexuales, Zeus engendró la siguiente generación de deidades, así como a los semidioses, que fueron los héroes por antonomasia de la mitología. Mientras engendraba hijos activamente, él también, al igual que su padre había hecho, se sintió amenazado por la posibilidad de que uno de sus hijos le arrebatara el poder. Se había profetizado que Metis, la primera de sus siete consortes, daría a luz a dos hijos, uno de los cuales sería un niño que llegaría gobernar sobre dioses
y hombres. Así que cuando se quedó embarazada, temiendo que se tratara de este hijo, la engañó para que se volviera muy pequeña y se la tragó para impedir que diera a luz. Al final, el niño resultó ser una niña, Atenea, que acabó naciendo de la cabeza de Zeus.


Los dioses celestiales como padres

Los dioses padre de la mitología griega poseen características similares a las de las deidades de todas las culturas patriarcales. Son versiones eternas de los hombres de poder dentro de la cultura. Como tales, son figuras arquetípicas, cuya mitología, cuando se contempla metafóricamente, nos habla mucho de la psicología masculina.
Los dioses patriarcales son hombres autoritarios que viven en los cielos, en las cimas de las montañas o en el espacio: por ende, gobiernan desde arriba y a distancia. Esperan ser obedecidos y tener el derecho a hacer lo que les plazca mientras sean los dioses principales. Como dioses guerreros, su supremacía la consiguieron a través de derrotar a sus rivales y generalmente tienen celos de sus prerrogativas y exigen obediencia. Con todo su poder, temen que su destino sea ser derrotados por uno de sus hijos. Como padres, suelen ser antipaternales y expresan hostilidad hacia su descendencia.
En su esfuerzo por “enterrar” a sus hijos, Urano intentó reprimir su potencial impidiendo su crecimiento y que desarrollaran aquello para lo que habían sido creados. Cronos, al “tragarse” o “consumir” a sus hijos, intentó incorporárselos a sí mismo. Metafóricamente, así es como un padre evita que sus hijos crezcan para ser superiores a él o que puedan desafiar su posición o perder su fe en ellos. Los mantiene a la sombra, reticente a exponerlos a la influencia de la gente, de la educación o de los valores que ampliarían sus experiencias. Insiste en que no difieran de él ni se desvíen de los planes que él tiene para ellos. Si un hijo o una hija no puede actuar o pensar independientemente, no supondrá una amenaza. Un padre que consume la autonomía de sus hijos y su crecimiento padece lo que yo denomino el “complejo de Cronos”.
Zeus, por su parte, engañó a su esposa embarazada para que redujera su tamaño y así poder tragársela. Ella quedó reducida, perdió su poder y sus atributos fueron engullidos, al igual que el matriarcado fue engullido por el patriarcado, y los atributos, una vez asociados a la diosa, pasaron a identificarse con el dios. Esta reducción se parece al modo en que algunas mujeres cambian cuando se casan y se quedan embarazadas. Pierden su libertad de pensamiento y la autoridad que ejercían, a
medida que se someten a maridos que con frecuencia encajan en el autoritario molde de Zeus.

Edipo: no era culpable
Tras saltarnos muchas generaciones, llegamos a la figura mitológica de Edipo, quien inconsciente de lo que estaba haciendo mató a su padre y se casó con su madre. Freud fundó el psicoanálisis basándose en su análisis de lo que denominó el complejo de Edipo, afirmando que este asesinato y matrimonio era el deseo inconsciente de todo hijo. Freud también reaccionó contra los hombres a quienes había hecho de mentor (como Jung y Adler, que desarrollaron ideas diferentes a las suyas y cuya posición podía algún día rivalizar contra la suya) como hijos edípicos de los que había que deshacerse.
Freud vio a Layo, el padre de Edipo, como una víctima inocente en su mito. Pero esta versión distaba mucho de ser cierta, como observa la psicoanalista Alice Miller.
Layo era el rey de Tebas. Cuando acudió al oráculo de Delfos a preguntar por qué su esposa no le había dado hijos, el oráculo le respondió: «Layo, deseas un hijo. Tendrás un hijo. Pero el Destino ha decretado que perderás tu vida en sus manos… debido a la maldición de Pélope, a quien una vez le robaste a su hijo». Layo había cometido esta equivocación cuando era joven, cuando fue obligado a huir de su país y tuvo que pedir refugio al rey Pélope, que le acogió. Layo le pagó su amabilidad seduciendo a Crisipo, su hermoso y joven hijo, que después se suicidaría.
Layo primero intentó evitar ese destino viviendo separado de su esposa. Pero con el tiempo, a pesar de la advertencia, tuvieron relaciones sexuales y Yocasta dio a luz a un hijo. Por temor a la profecía, Layo decidió matar a su hijo recién nacido abandonándolo en las montañas; perforó sus tobillos y se los ató con una correa. Pero el pastor que había elegido para que le asesinara, se compadeció del inocente bebé, se lo entregó a otro pastor y regresó ante Layo fingiendo haber cumplido su cometido. Layo ya se podía sentir seguro. El pastor dio al niño, a quien puso el nombre de Edipo (“pies hinchados”, debido a las heridas en sus tobillos) a una pareja. Estos padres adoptivos le educaron y le dejaron creer que era su verdadero hijo.
Ya de adulto, Edipo viajaba por la carretera que se dirigía a Beocia cuando llegó a una encrucijada. Allí había un carruaje con un anciano que esgrimía una aguijada hacia él y con la que le golpeó en la cabeza. Edipo, enfurecido por esta agresión infundada, devolvió el ataque con su cayado, derribando a su asaltante y matándolo. Tras este incidente continuó su viaje, sin imaginar siquiera que había hecho algo más que vengarse de algún plebeyo que había intentado herirle. Nada en la vestimenta o el aspecto del anciano delataba su noble ascendencia. Sin embrago, en realidad, era Layo, el rey de Tebas, su padre.
Alice Miller señala la injusticia de culpar a Edipo:
"En la tragedia de Sófocles, Edipo se castiga a sí mismo arrancándose los ojos. Aunque no había tenido forma de reconocer a su padre en Layo; incluso aunque éste último había intentado matar a su hijo recién nacido y era responsable de esa falta de reconocimiento; aunque Layo fuera quien provocó la ira de Edipo cuando se cruzaron sus caminos; aunque Edipo no deseaba a Yocasta se convirtió en su esposo gracias a su inteligencia para resolver el acertijo de la esfinge, rescatando a Tebas de ese modo, e incluso aunque Yocasta, su madre, podía haber reconocido a su hijo por sus pies hinchados, hasta la fecha nadie parece haber objetado el hecho de que a Edipo se le cargara con toda la culpa".
Miller sigue observando que «siempre se ha dado por hecho que los hijos son responsables de lo que se les hace y se ha considerado esencial que, cuando los niños crecen, no sean conscientes de la verdadera naturaleza de su pasado».
El fracasado intento de Layo de matar a su hijo Edipo evoca los mitos griegos de los dioses padre del cielo que intentaron acabar con sus hijos. En cada caso, al igual que en la teoría psicoanalítica sobre el complejo de Edipo, el padre cree que el ser que acaba de concebir o el recién nacido quiere deshacerse de él, y por eso trata al bebé como si fuera su rival.
En la mitología, la racionalización de los padres que intentan matar a sus hijos siempre es “debido a la profecía”. La versión psiquiátrica contemporánea sería “debido a una idea paranoica”. En la psicología junguiana se formularía como “debido a la proyección de la sombra” (que sucede cuando las personas atribuyen a los demás sus propias emociones, motivaciones o acciones reprimidas o rechazadas).
Las proyecciones y las acciones que se originan de las proyecciones dan forma a las personas sobre las que van a recaer. Un niño que sea tratado como si fuera malo y que es rechazado, abandonado y maltratado, responde sintiéndose culpable.
Zeus y los reyes mortales como Layo eran gobernantes territoriales sobre los demás. Esta forma de gobierno y de valores implícitos son patriarcales; es una jerarquía de hombres, de los cuales cada uno existe en un orden establecido, con Zeus o dios en la cima, deidades inferiores debajo, luego los reyes mortales, que remontan sus orígenes a algún dios, y después los leales vasallos y súbditos. Las grandes corporaciones, con el presidente de la compañía y la junta directiva en la cima, son los equivalentes contemporáneos de Zeus y los dioses del Olimpo.


Madres sin poder en las familias patriarcales

Todos los dioses del Olimpo tenían madres que carecían de poder y que estaban subordinadas a un padre poderoso y a menudo agresivo, y la mayoría tuvieron esposas a las que dominaron. Las mujeres temían atrozmente sus relaciones con los dioses. Y si las mujeres y las madres están desvalorizadas, carecen de poder y son incapaces de proteger a sus hijos (e hijas), sus hijos se sienten traicionados por ellas. Puesto que la madre que les da a luz es la proveedora, la nodriza, ella supone la primera experiencia del mundo para un recién nacido y en un principio eso supone poder. El hecho de que ella después no pueda protegerle, le abandone o le anteponga a otra persona, supone una traición y un rechazo para el bebé, que éste dirigirá en su contra o contra cualquier mujer de la que alguna vez pueda depender emocionalmente. Como hombre adulto, puede descargar contra otras mujeres la ira impotente que sintió de pequeño hacia su propia madre. Esta cadena de acontecimientos ayuda a explicar uno de los orígenes de la hostilidad hacia las mujeres en las culturas patriarcales.
Para complicar aún más las cosas, cuando las mujeres son oprimidas por hombres poderosos, por sus padres, esposos o hermanos, o bien por una cultura que las limita sólo por el hecho de ser mujeres, algunas de ellas proyectarán su resentimiento (a menudo inconscientemente) sobre los hombres que no tienen poder –sus hijos pequeños– especialmente cuando el niño empieza a emular a su padre o a expresar su propia capacidad innata de decisión y su espíritu alborotador. Esto puede manifestarse como un maltrato o rechazo directo, o bien a través del sarcasmo y la humillación. Las hermanas que sienten el peso de un trato injusto también pueden castigar a sus hermanos de un modo similar. Esta reacción en cadena es otra fuente de hostilidad hacia las mujeres que albergan muchos hombres, originada en la infancia y que descargan sobre las mujeres cuando son grandes y poderosos.


El hogar como el castillo de un hombre

En la cultura patriarcal, cada hombre manda sobre su familia, con la autoridad de un rey dentro de su propio hogar. El patriarcado es el responsable de la oposición “tradicional” a que la mujer tenga potestad sobre su propio cuerpo, propiedades o capacidad reproductiva.
Un padre celestial que es el creador de una dinastía se encarga de planificar la carrera de sus hijos, de prepararlos para que asuman el lugar en el mundo que él les ha asignado. Cuando un hijo encarna las ambiciones de su padre, en vez de descubrir lo que él realmente quiere hacer, puede que éste “consuma” su vida. La sensación de ser consumido es especialmente intensa cuando las tendencias del hijo difieren del puesto que su padre espera que desempeñe.


Los padres celestiales y su descendencia: alejamiento y competitividad

El hecho de que los padres no reaccionen como padres con sus hijos y los vean como rivales no sólo se produce en la mitología griega. Al escuchar a muchos hombres en mi práctica de psiquiatría, he podido observar lo huérfanos que se sentían, por lo emocionalmente distantes, críticos, lo que les rechazaban, lo cerrados o incluso agresivos que eran sus padres. También he visto cuánta tristeza, dolor e ira creó esto en sus hijos (y familias) y cómo este patrón se ha transmitido a través de sucesivas generaciones. También he oído hablar de las intenciones de los padres de estar más abiertos y ayudar, y de los momentos en que, a pesar de eso, desatan una carga de agresividad contra un hijo y luego se sienten culpables y perplejos al comprobar cuánta ira ha despertado él en ellos.
El distanciamiento entre padre e hijo empieza con el resentimiento paterno o con la percepción de ver a su hijo como rival. El embarazo de la esposa puede activar sentimientos de su propia infancia. Su percepción de su esposa encinta puede recrear recuerdos de su madre embarazada y del dolor que el embarazo y la llegada de un nuevo hermano supusieron para él.
Ahora, como esposo (antes, como hijo), pasa a ser menos importante para la vida de la mujer nutridora y maternal. Con el embarazo hay menos disponibilidad. Ella está más absorta en sí misma y menos pendiente de él, puede perder interés en el sexo, que para él suponía su principal afirmación y el medio más importante de proximidad.
La rabia, la hostilidad y la rivalidad que sentía cuando era niño por la llegada del nuevo bebé, que tuvo que reprimir, ahora se reaviva en el embarazo de su esposa. Y como nuevo futuro padre, estos mismos sentimientos son aún más inaceptables y por lo tanto se han de ocultar como antes.
La llegada de un hijo, sobre todo la del primero, inicia a un hombre en la siguiente etapa de su vida. A muchos hombres les asusta la posibilidad de responsabilizarse de una familia, se hacen preguntas respecto a su capacidad como proveedor.
Además, puede tener miedo a quedarse atrapado. Tener un hijo, más que el matrimonio en sí, es lo que los hombres más temen que les pueda atrapar. La paternidad a menudo conlleva pedir un préstamo, contratar un seguro de vida, ser el único proveedor durante un tiempo o a partir de entonces, tener que conservar un trabajo que no le satisface o hacer pluriempleo para pagar las facturas. De modo que mientras otros dan la enhorabuena a la pareja y hacen alboroto en torno a la mujer embarazada, el esposo puede sentir miedo y resentimiento en lugar de felicidad por la llegada del bebé.
Entonces el recién nacido se convierte en el centro de atención. Su esposa es ahora más la madre de su bebé que su mujer. Tal como temía, el bebé le ha sustituido, al menos temporalmente.
Descubrir los sentimientos que tienen los hombres revela que puede que tengan envidia de la capacidad de su esposa de tener hijos y concederse un tiempo de descanso, o que envidian la atención y proximidad al cuerpo de la madre del que goza el bebé. Los senos que él amaba, ahora “pertenecen” a su hijo. Y la llegada del recién nacido ha puesto fin a su vida exclusiva como pareja.
En una cultura patriarcal, los bebés y los padres no tienen muchas oportunidades de vincularse. Los hijos –los niños en particular–, eran la demostración de la masculinidad de su padre y un medio para extender su poder o hacer realidad sus ambiciones; no disfrutaban de mucha satisfacción personal por parte de su padre.
Desvinculado como estaba el padre celestial de los cuidados de su hijo, puede que nunca se llegara producir una conexión emocional entre ambos.
A raíz de haber hablado con una generación de hombres que estuvieron presentes y participaron en las horas del parto y del nacimiento, tengo la impresión de que en ese momento comienza un profundo y amoroso vínculo con sus hijos. Sin embargo, si ese lazo no se crea y el nuevo padre no siente ternura ni instinto de protección hacia su hijo y su esposa, es probable que esté furioso y resentido debido a que experimenta el embarazo de su esposa y el nacimiento de su hijo como una serie de privaciones. La rabia hacia el “entrometido” y la ira contra su esposa son sentimientos que quizás ni tan siquiera lleguen a alcanzar el plano consciente. Cuando en la terapia se desvelan estos sentimientos de cólera, por lo general suelen encubrir miedos aún más profundos al abandono y a sentirse insignificante.
Puede entonces que un padre inflija castigo corporal, verbal o ridiculice a sus hijos varones, en nombre de la disciplina o de “ayudar a que los niños se hagan hombres”. Puede que busque la lucha en todos los juegos para pegar a su hijo. Esos juegos que empiezan con risas y acaban siempre con un niño llorando, que además es humillado por llorar.
El hijo que puede llegar a sustituir a su padre en el afecto de su madre y cosechar el fruto de los celos paternos, llegará a tener poder como adulto a medida que el poder de su padre se vaya reduciendo.
Las doctrinas del pecado original y la insistencia del psicoanálisis en que todos los hijos quieren matar a sus padres y casarse con sus madres, son teorías que justifican la hostilidad que los padres celestiales resentidos demuestran con sus hijos.
Los hijos se vuelven primero desconfiados, luego temerosos, después hostiles hacia los padres que los ven como malos o malcriados desde que son unos bebés y les tratan como tales. Sin embargo, esto no sucede así cuando el padre da de comer a su hijo, juega con él, le hace de mentor y supone un modelo positivo para él.
En muchas ocasiones un niño tiene un padre celestial distante no agresivo, sino que tan sólo está ausente sentimental y físicamente.
Mientras un hijo espere que su padre le preste atención y lo reivindique como suyo, los sentimientos predominantes serán el anhelo y la tristeza. La ira hacia el padre llega después, cuando el hijo abandona sus esperanzas y expectativas de ser acogido por su padre; cuando abandona el deseo de que su padre le ame. El enojo también puede surgir de la desilusión, si el padre distante resulta no estar a la altura de su idealización.
La relación entre los padres celestiales emocionalmente distantes de sus hijos adolescentes y adultos, suele adoptar una cualidad de rutina o incluso ritualista. Cuando padre e hijo están juntos, tienen una conversación predecible, una serie de preguntas y respuestas en las que ninguna de ellas delata algo verdaderamente personal. Vista psicológicamente, semejante relación entre un padre celestial y su hijo adopta la forma de un distanciamiento aparentemente confortable. Sin embargo, la decepción puede hallarse justo debajo de la superficie.
También puede surgir la hostilidad directa cuando el hijo siente que lo único que significa para su padre es una extensión de su orgullo. Cuando el hijo percibe que su padre no se preocupa de él como persona y, sin embargo, alardea de sus logros, el distanciamiento aumenta.
Éste es el papel que los hijos, especialmente los primeros, han de desempeñar y la razón por la que son tan valiosos cuando nacen (más que las hijas). El orgulloso padre anuncia que ahora tiene un “hijo y un heredero”, que se espera que lleve su nombre (y sus ambiciones) y que, por el mero hecho de haber nacido varón, pruebe la masculinidad de su padre.
Luego viene la necesidad de que ese hijo cumpla con lo que su padre espera de él, en lugar de que éste venga al mundo con sus dones y talentos particulares, con sus necesidades emocionales, con sus defectos y rasgos de la personalidad, y posiblemente incluso con un propósito personal que cumplir.


El sacrificio de los hijos
Además de la mitología griega y romana, el Antiguo y el Nuevo Testamento son las principales fuentes de la historia familiar en la civilización occidental. Existen muchos paralelismos entre ambos. Los indoeuropeos y los israelitas llegaron ambos como invasores e inmigrantes a una zona que ya estaba poblada y en donde lo normal era la adoración a la diosa. Ambos pueblos invasores tenían dioses padre celestiales, con cualidades guerreras, que gobernaban desde arriba y se comunicaban desde las montañas. Y en ambos hay una evolución en la figura del dios celestial, un cambio desde ser menos hostil con sus hijos a ser más paternal. En la mitología griega el cambio tuvo lugar a través de una serie de dioses padre celestiales, con Zeus como figura central. Aunque el dios de la Biblia es considerado como una sola entidad, recibe varios nombres: Yahveh y Elohim en el lenguaje original del Antiguo Testamento. Con el paso del tiempo, el dios celestial bíblico cambió y se volvió menos punitivo y más colaborador con sus “hijos” humanos.
Contempladas como historias familiares y vistas desde una perspectiva psicológica, los paralelismos continúan.
Para cumplir la voluntad del dios celestial se ha de sacrificar a los hijos. Así Yahveh probó a Abraham ordenándole que ofreciera a su único hijo Isaac, a quien tanto amaba, para que lo ofreciera en holocausto sobre una montaña. El hecho de que estuviera dispuesto a matar a su hijo significaba que había pasado la prueba. (Así mismo, Agamenón, cuando dirigió a los guerreros griegos contra Troya, descubrió que sus barcos estaban inmóviles en un mar de calma chicha en Áulide. Para conseguir Buenos vientos tenía que sacrificar a su hija Ifigenia, a lo cual tuvo que acceder).
Aunque los niños contemporáneos no se sacrifican literalmente en el altar, los hijos son metafóricamente ofrecidos como sacrificios. Esto se confirma en diferentes planos psicológicos: los hombres que tienen éxito suelen ser padres ausentes de las vidas de sus hijos, emocional y con frecuencia también físicamente. Y también sacrifican a su propio “niño interior”, esa parte juguetona, espontánea, confiada y emotiva de ellos mismos.
La cultura patriarcal es hostil con la inocencia, menosprecia las cualidades infantiles y recompensa a los hombres por su habilidad de ser como Abraham, Agamenón y Darth Vader.

Isaac: el sacrificio del hijo
A Abraham se le mandó que fuera a la tierra de Moriá y allí, en un monte, debía sacrificar a su hijo Isaac en una hoguera para ofrecérselo a Dios. Imagino que Isaac estaría encantado de acompañar a su padre en ese viaje, ignorando su propósito. A los tres días llegaron a su destino. Allí Isaac recogió leña gustoso y ayudaba a Abraham a preparar el altar cuando, perplejo, le preguntó: «Mira, ya está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». A lo cual su padre respondió: «Dios proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío».
Imagino que Isaac aceptó esta respuesta y se preguntaba cómo y cuándo se materializaría el cordero. ¿Cuándo, me preguntó yo, se daría cuenta el muchacho de que su padre iba a sacrificarle a él? Puedo imaginar que cuando intuyó que era él quien iba a ser sacrificado, no se lo podía creer, tuvo miedo y se sintió traicionado. Quizás Abraham le explicó que estaba obedeciendo a un dios que exigía la muerte de su único hijo; pero dudo que eso hubiera reconfortado a Isaac. Lo único que sabía era que con su padre no estaba seguro; éste estaba a punto de matarle.
Entonces el Señor llamó a Abraham y le dijo: «¡Abraham, Abraham! No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; pues ya veo que temes a Dios, pues no me rehusaste tu hijo, tu único hijo». Y entonces Abraham miró hacia el cielo y vio un carnero, trabado en una mata por sus cuernos y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo.
Abraham fue entonces bendecido por Dios, porque estaba dispuesto a matar a su hijo: «Por cuanto has hecho esto y no me has rehusado a tu hijo, tu único hijo; te llenaré de bendiciones, y multiplicaré abundosamente tu descendencia como las estrellas del cielo y la arena que hay en la orilla del mar».

Ifigenia: el sacrificio de la hija
Otra historia de éxito que depende de la voluntad del padre de sacrificar a sus vástagos es la que se narra en la Ilíada. Esta vez el padre era el rey Agamenón. Agrupó un ejército, se preparó para zarpar con una inmensa flota hacia Troya. Pero no había buenos vientos y, con los barcos parados, los hombres se iban poniendo nerviosos. La gloria, el botín y el poder que serían suyos si sus tropas conquistaban Troya, se perderían a menos que hubiera vientos.
Agamenón consultó a un vidente, que le dijo que si sacrificaba a su hermosa e inocente hija Ifigenia, los vientos soplarían de nuevo y su flota podría partir hacia Troya.
Agamenón mandó un mensaje a su esposa diciéndole que le mandara a Ifigenia, para casarla con Aquiles. Pueden imaginarse el entusiasmo al oír las noticias de esta unión y cómo se desplazó la joven virgen hasta el campamento de su padre, con su equipaje cargado de hermosos vestidos y objetos, con su mente llena de pensamientos acerca de su supuesto prometido.
¿En qué momento se dio cuenta Ifigenia de que algo no iba bien? ¿Cuánto tiempo le hizo creer su padre que iba a casarse? En algún momento debió darse cuenta de que su
padre la había engañado y de que la muerte la estaba esperando. Cuando se enteró de lo que le iba a pasar, se debió haber sentido traicionada, abandonada y temorizada.
Agamenón la ofreció en sacrificio y los vientos regresaron, su flota zarpó hacia Troya para librar una lucha que duraría diez años. En otra versión de la historia, Ifigenia fue salvada por la diosa Artemisa, que en el último momento la subtituyó por una cierva.
Agamenón fue, pues, otro padre recompensado por su voluntad de sacrificar a su hija. Si lo observamos bajo el prisma psicológico, el padre que viola la confianza de una hija y acaba con su inocencia, destruye esa misma parte dentro de sí mismo. Simbólicamente, la hija puede representar el ánima de su padre (término descriptivo de Jung para el aspecto femenino de un hombre); al igual que puede hacerlo su esposa, que representa su otra mitad, a la que en estas historias no se consulta o es engañada y carece de poder para defender a su hijo o hija.
Para ser un soldado o un comandante en jefe despiadado o incluso un ejecutivo moderno o un empresario, un hombre (o una mujer, que ahora también puede desempeñar ese papel) generalmente ha de estar dispuesto a matar o a reprimir sus sentimientos más tiernos, a anteponer su búsqueda de aprobación o de éxito en el mundo a sus vínculos familiares. En el campamento militar o en el equivalente contemporáneo del mundo comercial no hay lugar para la vulnerabilidad, la ternura y la inocencia. Tampoco hay lugar para la empatía ni la compasión por los enemigos. Estos atributos son vistos como debilidades que se han de sacrificar.
Los mitos que narran las historias de los hombres que estuvieron dispuestos a acabar con sus hijos y cómo fueron recompensados, nos hablan de lo que se valora en una cultura patriarcal: has de obedecer a la autoridad y has de hacer lo que necesitas para conservar la autoridad que ya tienes.
Este sistema de valores tiene consecuencias negativas directas en la relación entre padres e hijos. Los padres autoritarios reaccionan con ira ante lo que perciben como insubordinación y desobediencia, castigando a sus hijos (e hijas) por no hacer, por la causa que sea, lo que ellos les han dicho o lo que ellos esperaban.
La necesidad de mantener una postura de autoridad contribuye en el “peor de los casos” a situaciones de padres agresivos. Esta reacción se considera paranoica. El padre no ve a su propio hijo como un niño que está manifestándose tal como es, sino que reacciona a lo que está percibiendo y abusa del niño.
Lo más frecuente es que el niño incite la cólera de un padre autoritario cuando se hace mayor. Puede que no haga lo que se le ha dicho, cuestionarse las cosas, no estar de acuerdo con su padre, rebelarse contra su autoridad. Desafiar la autoridad es una parte normal del proceso de aprendizaje y de descubrir las cosas por uno mismo.


La identificación con el agresor

El problema no es que el padre tenga autoridad y la ejercite. Los niños adquieren confianza y seguridad cuando hay una autoridad que establece límites apropiados y firmes. Pero las necesidades de firmeza del niño no se ven satisfechas si, bajo el disfraz de la autoridad paternal, el padre está expresando sus celos de ser sustituido emocionalmente o está reaccionando a su necesidad de demostrarle a su hijo quién es el que manda.
El padre está representando el papel de un enfurecido y distante padre celestial, que ve a su hijo como una amenaza para su posición. Dado que su rabia es irracional, el hijo inicialmente se siente confundido y herido. Esta situación se transforma en un resentimiento mutuo y un distanciamiento; paradójicamente también ayuda a que el hijo se comporte como el padre cuando sea mayor.
En el plano fisiológico, esta paradoja surge porque el hijo se “identifica con el agresor” en lugar de hacerlo con la víctima que en realidad es. Llega a rechazar las cualidades que él posee, que son las que provocaron la ira de su padre, aunque éstas no fueran malas.
Aunque a un hijo pueda desagradarle su padre que le critica, le amedrenta y descarga su ira sobre él, lo que sucede es que acaba odiando todavía más ese sentimiento de debilidad, incompetencia, temor, impotencia y humillación. Llega a odiar su propia vulnerabilidad por ser el blanco de la crítica punitiva y de la ira de su padre. Lo mal que se ha sentido y la idea de “maldad” se mezclan, confusión que la cultura patriarcal refuerza equiparando la conciencia de la vulnerabilidad a la debilidad, la cobardía y el no “tener agallas”. El amor hacia las cosas bellas, la sensualidad y la espontaneidad emocional son igualmente rasgos no masculinos que se han de ocultar.
Los muchachos y los hombres han aprendido que demostrar compasión hacia una víctima puede ser peligroso en un patriarcado. El riesgo es especialmente elevado cuando un grupo de hombres ejerce poder sobre otros y atormentan, golpean o incluso violan a una persona más débil o hacen daño a un animal.
Cuando un muchacho que ha sufrido intimidaciones se hace mayor y adquiere poder, y se encuentra en la posición de ser capaz de hacerle lo mismo a alguien que sea más pequeño y menos fuerte, por lo general lo hace. Las pruebas iniciáticas para entrar en una fraternidad de estudiantes, con sus azotes y otras cosas peores, y el agotador ritmo al que están sometidos los médicos residentes, dura prueba a la que han de sobrevivir, y el modo como son tratados los “plebeyos” en la academia militar son iniciaciones hostiles perpetradas a la nueva generación por parte de la anterior que ya ha sufrido los mismos abusos.
El lema para justificar estos ritos de iniciación suele ser: «lo que me han hecho a mí, ahora yo te lo hago a ti», lo cual indica una clara identificación con el agresor. Las pruebas iniciáticas de fraternidad repiten la experiencia que muchos hombres tuvieron como hermanos pequeños en manos de sus furiosos hermanos mayores. El hermano pequeño es el receptor de la hostilidad y se encuentra en la misma relación de víctima predilecta de su hermano mayor, como éste lo fue para su padre.


La identificación con otros hombres

Es notable el hecho de que haya algún hombre que llegue a amar y a confiar en otro, en una cultura que propicia el distanciamiento y la competitividad entre los hombres.
Hay excepciones, momentos en que los hombres están verdaderamente unidos, generalmente cuando “están en el mismo barco” y la subcultura privada en la que viven temporalmente es igualitaria en lugar de ser patriarcal y compuesta sólo de hombres.


Luke Skywalker y “su destino”

Justo antes del momento álgido de El retorno del Jedi, Darth Vader mantiene una significativa conversación con su amo, el emperador, que le dice: «el joven Skywalker será uno de los nuestros». Y en la lucha a vida o muerte entre Luke Skywalker y Darth Vader, Luke está tentado a responder con miedo y odio, y caer en rendirse a la mortífera ira –y, con ello, identificarse con el agresor–, lo cual, tal como le dice el emperador, es “inevitablemente tu destino”.
Luke Skywalker no se hace ilusiones respecto al emperador ni a la Estrella de la Muerte. No quiere formar parte de un imperio que busca conseguir el poder sobre todos los demás, reprimir la libertad y exigir una obediencia ciega –que son valores exagerados del patriarcado– aun cuando se le ha prometido un puesto de mando.
Puesto que no le seduce la promesa de poder, ni le vence el temor de ser un estúpido y de que se encuentra en una situación sin salida, Luke puede resistirse a su “inevitable destino”. Por consiguiente, no cede ni se convierte en un hombre sin sentimientos que da y recibe órdenes, como su padre. No canjea el amor por el poder, ni la lealtad a los demás por una posición segura, ni renuncia a su propia creencia en un tipo de sistema diferente ante la aparente inmunidad del estado de las cosas.

Todos los hombres y muchas mujeres en las culturas patriarcales se enfrentan a la misma tentación. Los momentos de la verdad y de tomar decisiones surgen continuamente. Podemos decidir no resignarnos ni rendirnos, permanecer fieles a aquello que nos importa, aun cuando tengamos razones para tener miedo. Desde una visión psicológica, nuestros arquetipos activos nos conectan con lo que es más significativo para nosotros, de modo que saber qué arquetipos son los importantes nos revela algo importante respecto a nuestra naturaleza más profunda y nos ayuda a mantenernos firmes. Este conocimiento nos da poder.